¡Venga Tu Reino!

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Ez 37,21-28

Esto dice el Señor Yahvé: “Voy a recoger a los israelitas de entre las naciones a las que marcharon. Los reuniré de todas partes para conducirlos a su suelo. Haré de ellos una sola nación en esta tierra, en los montes de Israel, y los gobernará un solo rey. Ya no formarán dos naciones, ni volverán a estar divididos en dos reinos. No se contaminarán más con sus basuras, con sus ídolos y con todos sus crímenes. Los pondré a salvo de las infidelidades por las que pecaron y los purificaré, y serán mi pueblo y yo seré su Dios. Mi siervo David reinará sobre ellos; será el único pastor que tengan.

“Obedecerán mis normas, observarán mis preceptos y los pondrán en práctica. Habitarán en la tierra que yo di a mi siervo Jacob, donde habitaron vuestros padres. Allí habitarán ellos, sus hijos y sus descendientes para siempre, y mi siervo David será su príncipe eternamente. Estableceré con ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré mi santuario en medio de ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos; seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y, cuando mi santuario esté en medio de ellos para siempre, sabrán las naciones que yo soy Yahvé, que santifico a Israel.”

Algunos se cuestionan si estas palabras se refieren únicamente al pueblo de Israel, lo que significaría que esta promesa todavía no ha llegado a su cumplimiento; o si pueden ser aplicadas a un Israel espiritualmente entendido, con lo que ya se estaría cumpliendo en la medida en que las naciones van llegando a la fe en Cristo.

Yo pienso que ambas interpretaciones son válidas.

En cuanto a Israel como pueblo concreto, todavía está pendiente el cumplimiento de esta promesa. Hay algunos indicios que señalan que podría estarse acercando el tiempo en que esto suceda.

Pero la promesa que escuchamos en la lectura de hoy se ha cumplido visiblemente en la existencia de la Iglesia, que tiene a Cristo como Rey, que reúne en su seno a tantas naciones, en cuyo medio Dios ha puesto su morada, incluso en la eminente forma del Santísimo Sacramento.

Podríamos decir que los judíos podrían ver en la Iglesia un ejemplo de cómo la promesa pudiera cumplirse también para ellos.

Ciertamente han retornado desde todas las naciones a la tierra de sus padres, y tienen ahora un estado propio. Pero lo que todavía les falta es el reconocimiento del Mesías, el Hijo de David, que se convertiría en su centro. Esto sucederá cuando sea retirado el velo de sus ojos y sean iluminados por el Espíritu del Señor. Por eso, una constate intención en nuestras oraciones ha de ser el pueblo de Israel. No podemos dejar de considerar el gran testimonio que sería para el mundo el que Israel acoja la fe.

En las palabras de Dios, también en la Antigua Alianza, podemos notar una y otra vez cuán grande es Su deseo de vivir unido a Su pueblo y, por supuesto, a cada persona en particular. En el mundo de la fe se nos ha hecho tan natural la cercanía de Dios, de manera que podemos experimentar algo de lo que se vivía en el Paraíso: la íntima comunión del hombre con Dios.

Pero, ¿qué pasa con las otras personas? Muchas veces lo “normal” consiste precisamente en no conocer a Dios, y así transcurre la vida únicamente en su dimensión natural. ¿Cómo verá Dios esta situación, Él que tiene tanto que dar a los hombres?

Nosotros no solamente estamos invitados a pensar en la necesidad que pasan aquellos que carecen de la luz de la fe; sino también en el sufrimiento de Nuestro Señor, cuyo amor tantas veces no es suficientemente acogido.

A nosotros nos queda implorar la conversión de los hombres a Dios; y dar testimonio de Él con nuestra vida.

Pero además podemos consolar a Nuestro Señor, con una vida entregada a Él, y así también estaremos en la mejor disposición para dar frutos en su Reino. Dios quiere edificar su Reino también en cada persona en particular; cada uno puede convertirse en Templo Suyo y ofrecerle su corazón como morada.

Así, aquello que Dios tiene previsto para todas las naciones, podrá cumplirse al menos en los fieles en particular y en la comunidad de la Iglesia. ¡Dios quiere estar junto a nosotros y vivir en comunión con nosotros! Él quiere ser nuestro verdadero Padre, nuestro Rey, nuestro amigo y nuestro confidente. Bajo el dominio de Su amor, quiere convertirnos a todos en hermanos y hermanas, en quienes habita Su amor. De esta forma, llegaría a su cumplimiento aquella petición que a diario recitamos: “Venga a nosotros tu Reino.”