Sal de la tierra y luz del mundo

«Vosotros sois luz del mundo»

Descargar MP3

Descargar PDF

Mt 5,13-16

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino en el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en los cielos.”

Las palabras del Señor que hoy escuchamos son, en cierto modo, como sal para nosotros, que puede arder en nuestras heridas. ¿Quién no puede lamentarse de que, al ver hoy el testimonio de la Iglesia en muchas partes, parece estar sucediendo precisamente lo que Jesús advierte en este evangelio? Son sólo pocos los que anuncian intrépidamente la verdad. De alguna forma, la Palabra de Dios está siendo ablandada hasta el punto de que ya no sirva, y casi solo se la está anunciando en un espíritu de “ser buenitos los unos con los otros”. Si la Iglesia se mueve bajo el criterio de lo que sea “políticamente correcto”, entones ya no constituye un signo de contradicción y se desvanece en la insignificancia. Por tanto, ¿es de sorprender el hecho de que, precisamente en la crisis pandémica, la Iglesia muchas veces sea vista por los poderes políticos como no relevante en el sistema, y de esa misma forma sea tratada?

¿Qué habrá sucedido, para que se descuide tanto el enorme tesoro de la verdad, el anuncio de la Palabra de Dios con autoridad, el llamamiento urgente a la conversión…? Así, la Iglesia puede ofrecer cada vez menos orientación a las personas, y, por tanto, apenas se la considera como la “Maestra de los pueblos”. Lamentablemente, no pocas veces se percibe una tibieza que resulta difícil de soportar.

La Palabra de Dios, en cambio, no tiene nada de esta tibieza. Les muestra a los hombres el amor y la misericordia de Dios, sin omitir las consecuencias cuando no se opte por el camino de la verdad. Nos anuncia a Jesús como único Salvador de la humanidad, y no convierte a ninguna otra religión en un camino de salvación propio… Llama al pecado “pecado”, sin hacer compromisos; y, al mismo tiempo, señala el camino hacia el perdón en la Cruz… Nos enseña a vivir en el mundo; pero sin ser del mundo.

Podríamos alargar aún mucho más esta lista, y siempre se podría sentir un ardor en la herida, al constatar la verdad de Dios y amar la auténtica doctrina de la Iglesia, y, al mismo tiempo, tener que compararlo con tantas cosas erradas y confusas que se percibe hoy en la vida de la Iglesia.

¡Pero no sirve de nada lamentarse! ¡Necesitamos urgentemente una verdadera renovación en nuestra Iglesia Católica! Cimentados en la Palabra de Dios y en la auténtica doctrina de la Iglesia, hemos de recorrer día a día el camino de la santidad. No podemos esperar a que otros tomen la iniciativa; sino que cada cual es responsable de que en su vida la sal no se vuelva desabrida, y de que la luz, que ha de resplandecer en el candelero y dar orientación a las otras personas, no quede oscurecida.

Ciertamente también hace parte de esta renovación la de la Santa Misa, liberándola de ideas humanas, experimentaciones y música inapropiada, así como de otros aportes que no corresponden a ella. Esto tiene que suceder por parte de la jerarquía de la Iglesia. También se debería asegurar y promover el acceso a la Santa Misa Tradicional, en la cual no pocos católicos, incluidos jóvenes, se sienten en casa, en cuanto a la liturgia y la belleza.

Debería ser justificada la preocupación de si esta clara palabra del Señor en el evangelio de hoy aún puede sacudirnos y llevarnos a una reflexión crítica. Pero, por el contrario, da la impresión de que gran parte de la Iglesia se encuentra en un letargo espiritual, adormecida en la actitud de querer agradarle al mundo, de no causar controversia y de nadar con la corriente. ¡Gracias a Dios hay excepciones!

Pidámosle al Señor que nos despierte a todos, de modo que aprovechemos el breve tiempo de nuestra vida para hacer todo cuanto esté en nuestras manos para que la sal no pierda su sabor y la luz no se extinga. Jesús hizo esta pregunta: Si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?”

Deberíamos, al menos, intentarlo y, sobre todo, pedirle al Espíritu Santo que renueve a la Iglesia, limpiándola de lo innecesario, de lo banal y de lo perjudicial, y haciendo relucir los verdaderos tesoros de la Iglesia. Entonces, quizá podríamos responderle al Señor: “Si para los hombres es imposible devolverle el sabor a la sal, para el Espíritu Santo sí debería ser posible. ¿No es así? ¿Tú, Señor, qué piensas?”