Llamados a la libertad

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Gal 5,1.13-18

Para ser libres nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud. Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad. Pero no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos unos a otros por amor. Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

¡Entonces cuidado!, pues si andáis mordiéndoos y devorándoos unos a otros, vais a acabar destruyéndoos mutuamente. Os digo, pues, que procedáis según el Espíritu, sin dar vía libre a las meras apetencias humanas, es decir, a la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne; y son tan opuestos entre sí, que no hacéis lo que queréis. Pero, si sois guiados por el Espíritu, ya no estáis bajo la ley.

El texto nos indica la importancia que tiene el combate espiritual y cuán necesario es velar con cautela sobre nuestra vida interior.

En primera instancia, el Apóstol señala que, en Cristo, nos convertimos en hombres libres; es decir que no estamos ya sometidos a la ley, que había servido al pueblo de Israel como preparación para la venida del Mesías. Con el advenimiento del Señor, se nos ha abierto en Cristo un acceso directo al Padre. Pero esto no significa, de modo alguno, que ahora pudiésemos dejarnos llevar por nuestras inclinaciones, ni tampoco quiere decir que ya no sea tan necesario guardar los mandamientos del Señor. ¡Al contrario! Porque al que más se le da, más se le exigirá (cf. Lc 12,48). Entonces, si en Nuestro Señor se nos concede la plenitud de la gracia, deberíamos ser capaces de enfrentarnos aún más decididamente a las apetencias de la carne.

Pero esto sólo sucederá en la medida en que caminemos en el Espíritu; en la medida en que vivamos unidos con el Señor. Esto no aplica únicamente para los pecados más carnales, como por ejemplo una sexualidad desenfrenada, si bien en este campo las tentaciones puedan presentarse con mucha intensidad para algunas personas. Pero no sólo ahí está la lucha contra la carne; sino que hemos de velar ya sobre nuestros pensamientos, sobre nuestras palabras, sobre los movimientos y reacciones de nuestro corazón… Se trata de vivir con toda nuestra concentración puesta en Dios, estando siempre atentos a no descarrilar y detenernos en lo superficial de la vida.

Por supuesto que no vivimos todo el tiempo en oración, en recogimiento interior; sino que son muchas las impresiones que nos bombardean de fuera, exigiendo nuestra atención. Pero es aquí donde hay que percibir con mucha precisión si acaso nos dejamos atrapar demasiado por las cosas o por los encuentros; si nos ocupamos demasiado en ellos, por encima de lo que les correspondería; o si, por el contrario, simplemente los integramos en nuestra vida que está centrada en Dios.

Tomemos un ejemplo sencillo: Nos hemos propuesto estar una hora delante del Santísimo. Pero resulta que, mientras caminamos hacia la Iglesia, nos encontramos con un conocido. Esta persona se pone feliz al vernos y empieza a hablar. En un primer momento, aún estamos conscientes de que el propósito era ir a la oración y todavía tenemos presente que el Señor nos está esperando. Lo que esta persona nos cuenta, en realidad no es de gran importancia. Pero, por miedo a herirla, no nos atrevemos a poner un alto a la conversación. Para colmo, justamente acaba de tocar un tema que nos interesa, de manera que ha despertado nuestra curiosidad…

En este ejemplo, vemos dos elementos que nos privan de la libertad interior; es decir, de hacer lo que es correcto: Por una parte, son los respetos humanos, que son una gran carencia de libertad; y, por otra parte, es la curiosidad que se ha generado, de manera que perdemos de vista al Señor y pasa a un segundo plano el propósito que habíamos tomado.

Si actuamos movidos por el Espíritu, como sugiere el Apóstol, no perderíamos la “jerarquía de las cosas”, en una situación como la que hemos planteado en el ejemplo. En este caso, no hay nada que pudiese anteponerse a la oración, y, para corresponder a la cortesía y al amor, hubiese bastado con saludar brevemente a la persona conocida, de manera que el encuentro se hubiera integrado en el camino, sin hacernos perder el “hilo”, por así decir.

Un principio fundamental para un fecundo camino espiritual consiste en tomar en cuenta la jerarquía de los valores: ¿Qué es lo más importante? ¿Qué es lo que se puede integrar después de aquello que es más importante, dándole a cada cosa el sitio que le corresponde? Las apetencias de la carne, sea a nivel de los sentidos o a nivel de los encuentros con otras personas, generan un desorden espiritual, cuando no las modela y ordena el Espíritu Santo.

En la meditación del 28 de junio habíamos hablado sobre la sencillez del corazón, y hoy escuchamos que hemos sido llamados a la libertad. Estos dos conceptos, sencillez y libertad, son esenciales para nuestra vida. Es por eso que quisiera explicarlos más detalladamente en las próximas meditaciones. Vamos, entonces, a hacer una especie de “apéndice”, que puede servirnos para profundizar nuestra vida espiritual.