La verdadera libertad (Parte II)

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Con la meditación de ayer, nos hemos adentrado en un tema bastante extenso, que ha de ayudarnos a vivir nuestra fe cristiana con mayor libertad. Las diversas carencias de libertad impiden que el amor de Dios nos impregne por completo, y traen el peligro de que, a pesar de la maravillosa fe que se nos ha concedido, permanezcamos encerrados en ciertas prisiones interiores o, al menos, de que no saboreemos la plenitud de la libertad que Dios quiere concedernos. “Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres” -nos dice Jesús (Jn 8,36).

Él quiere redimirnos de nuestros pecados, sanar las consecuencias que han dejado en nuestra alma y también superar todas las barreras interiores que limitan la luz de Dios. En la secuencia de Pentecostés, le pedimos al Espíritu Santo: “Flecte quod est rigidum”; es decir, doblega lo que es rígido. Esto podemos aplicarlo muy bien a nuestro tema, porque las carencias de libertad nos tensionan interiormente, y, en el peor de los casos, podrían terminar generando una especie de rigidez.

Hoy queremos continuar con una carencia de libertad más, que también es bastante común y ata nuestra alma:

Complejos de inferioridad

Los complejos de inferioridad no tienen nada que ver con humildad. Más bien, provienen de una actitud egocéntrica y están relacionados con la soberbia. Uno quiere ser alguien, pero, al mismo tiempo, se da cuenta de que no está correspondiendo al ideal que tiene de sí mismo. Sin embargo, no se admite que es así ni se busca la ayuda que sólo Dios puede dar; sino que esta discrepancia entre lo que se es y lo que se quisiera ser, aflige y avergüenza por dentro. En el trato con las personas, uno se cohíbe. De alguna manera, se siente inferior a los demás, y así fácilmente también llega a idealizarlos.

Pongamos un ejemplo:

Una persona se crió en el campo y nunca tuvo oportunidad de recibir una buena formación académica, porque sus padres eran pobres. Otros, en cambio, tuvieron condiciones de vida más favorables y, por eso, también una mejor educación. Ahora, la primera persona mencionada sufre constantemente bajo sus deficiencias y se siente inferior a los demás. Aparte, vive en un entorno en el que se le da mucha importancia a la formación académica y las personas más instruidas reciben un mayor reconocimiento social. El personaje de nuestro ejemplo se cohíbe cada vez que se encuentra con personas más formadas que él. Prácticamente no puede comunicarse de forma normal, y admira a los demás en la medida en que se desprecia interiormente a sí mismo. Ensalza al otro, lo idealiza y, de alguna manera, sueña con llegar a ser como él. Siempre se siente en desventaja frente al otro y se esclaviza.

Este ejemplo puede aplicarse a muchos otros campos: el nivel económico, la belleza física, la familia, el deporte, etc…

La persona que está atrapada en los complejos de inferioridad, crea una especie de caparazón en su interior. Quiere ocultar lo que le avergüenza. Tiene que hacer muchas cosas especiales para impresionar a los demás. No puede simplemente “ser”, y, a causa de su cohibición interior, es incapaz de dar una respuesta libre y objetiva en diversas situaciones, sobre todo cuando se trata de relacionarse con personas supuestamente superiores. Mientras no trabaje conscientemente en desmontar esta “carencia de libertad”, puede incluso llegar a tratar con desprecio a aquellos que considera inferiores a sí misma.

Muchas veces las circunstancias que generan estos complejos de inferioridad no son causadas por uno mismo, como es el caso del personaje de nuestro ejemplo. Pero también puede suceder que aquello que nos avergüenza sea algo que nosotros mismos hemos cometido. Esta culpa puede atarnos interiormente y cohibirnos sobremanera, porque estamos siempre temiendo que pudiese salir a la luz nuestra “vergüenza”, de manera que somos incapaces de responder con libertad ante la situación dada.

Sea el caso que sea, el proceso que nos conduce a la libertad y nos saca de nuestra prisión interior es siempre el mismo: Debemos comprender e interiorizar nuestro valor a partir de Dios. ¡Somos hijos amados Suyos! Dios no nos ama porque seamos grandiosos ante el mundo, ni porque tengamos o no extraordinarios talentos. Él nos ama sencillamente porque somos sus hijos, así como en toda familia se ama a un recién nacido que Dios le concede.

Esta sencilla verdad es fundamental, y, en la medida en que la interioricemos e impregne nuestros “sentimientos de vida”, nos hará libres, porque nos exime de tener que estar a toda hora mostrándonos como algo especial ante los demás, de esclavizarnos bajo los hombres y de darle tanta importancia a nuestras deficiencias -sean reales o supuestas- que acaben asfixiándonos…

También en el caso de que realmente hayamos incurrido en culpa y atraído sobre nosotros la vergüenza, no podemos vivir en una prisión interior. Si Dios nos ha perdonado -y siempre lo hace, mientras acudamos sinceramente a Él-, hemos adquirido la libertad que cuenta, aún si las personas nos desprecien. Y, dado el caso de que nuestra vergüenza salga a la luz, también hemos de ser capaces de soportarlo y tomarlo como una purificación, reparación, etc… Nadie puede aprisionarnos, si ante Dios está abierto todo el libro de nuestra vida.

Entonces, sí hay maneras de superar los complejos de inferioridad, aun si están arraigados, reconquistando así la libertad que Dios nos concede para el trato con las otras personas y con uno mismo.