La paciencia

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Ef 4,1-7.11-13

Lectura correspondiente a la Fiesta del Apóstol Mateo 

Hermanos: Yo, prisionero por el Señor, os exhorto a que viváis de una manera digna de la llamada que habéis recibido: con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. Pues uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como es una la esperanza a que habéis sido llamados. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos. 

A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia a la medida de los dones de Cristo. Él mismo dispuso que unos fueran apóstoles; otros, profetas; otros, evangelizadores; otros, pastores y maestros, para organizar adecuadamente a los santos en las funciones del ministerio. Y todo orientado a la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la plena madurez de Cristo.

Cuando vamos siguiendo las lecturas diarias conforme al ciclo litúrgico, encontraremos a veces textos que son similares. Cuando sea éste el caso, quizá en la meditación me enfoque sólo en una línea concreta, para procurar comprenderla mejor o para adentrarnos más a profundidad en un tema específico.

Hoy, habiendo escuchado que San Pablo nos exhorta a la paciencia, podemos plantear algunas reflexiones acerca de esta virtud, de la que se dice que “todo lo alcanza”.

Empecemos fijándonos en Dios mismo, quien posee a plenitud esta maravillosa virtud, que es quizá una de las más difíciles de adquirir. También los discípulos tuvieron que recibir esta lección de parte de Jesús, pues muchas veces uno está empujado por la propia impetuosidad y por la inquietud; uno quiere alcanzar rápidamente la meta y no puede aguardar hasta que llegue el momento apropiado…

Si vemos a Dios mismo, reconocemos la infinita paciencia que Él tiene para con nosotros, sus hijos. ¿Quién no ha experimentado esta amorosa espera de Dios, hasta que estuvimos dispuestos a acoger aquello que Él tenía previsto para nosotros; su paciencia al establecer su santo orden en nuestra alma; sus repetidas amonestaciones y advertencias; su espera hasta que suceda la evangelización de los pueblos y hasta que los hombres se conviertan?

Los discípulos del Señor querían hacer bajar fuego del cielo sobre un cierto pueblo que no había querido recibir el anuncio de Jesús (cf. Lc 9,54). Pero Él les hace entender que son los enfermos quienes necesitan al médico (cf. Mt 9,12).

La paciencia significa saber esperar hasta que las cosas hayan madurado, hasta que hayan recorrido su proceso de crecimiento. En el caso de una persona que se someta conscientemente a la guía de Dios, se trata de esperar hasta que haya llegado el momento dispuesto por Él, y no anticiparlo…

Esta paciencia puede ejercitársela concretamente, refrenando todo aquello que genera inquietud en nosotros. De hecho, muchas veces podemos percibir cuando perdemos la calma, cuando nos volvemos muy intensos y rígidos en nuestro interior, cuando crece la nerviosidad… La paciencia no es, de ningún modo, la pereza o lentitud propia del temperamento flemático; no es la ausencia de emociones ni una especie de apatía; sino que es una virtud en la que hemos de entrenarnos.

Entonces, ¿cómo podremos aprender a ser más pacientes? Ciertamente la mejor forma será ver las cosas desde la perspectiva de Dios. Esto cuenta especialmente para asuntos de mucho peso, como lo es actualmente la dolorosa situación de la Iglesia para aquellas personas que se percatan de ello. Éstas esperan ansiosamente que la barca de Pedro vuelva a navegar como le corresponde.

Ciertamente podemos y debemos intensificar nuestra oración, ofrecer sacrificios, realizar ciertos actos que sean útiles… Pero, al mismo tiempo, confiando en los caminos de Dios y en Su Sabiduría, hemos de esperar hasta ver qué es lo que el Señor pretende con estas dolorosas purificaciones. Cuando lo descubramos, lo alabaremos por ello. ¡Y lo mejor sería que comencemos de una vez, aun si todavía estamos a oscuras!

Lo mismo se aplica en muchos campos. Pongamos siempre nuestra mirada en Dios, sin descuidar lo que está en nuestras manos, pero esperando en Él. Y si nos parece que el momento esperado tarda en llegar, hagamos un acto de confianza: ¡Dios tiene todo en Sus manos, mientras que nuestra visión es limitada! Esperemos en Él y no nos anticipemos a actuar antes de tiempo, movidos por la inquietud.

Entonces, hemos de poner ante Dios todos nuestros sentimientos inquietos, y permitir que sean tocados por Él. Así se va formando la virtud de la paciencia, que no consiste en ignorar las preocupaciones justificadas; sino en abandonar toda nuestra persona en manos de Dios. A partir de esta confianza, la serenidad y seguridad entrarán en nuestra vida. Si la confianza se convierte en nuestra fuerza e impulso más profundo, entonces la paciencia será un resplandeciente testimonio de una entrega incondicional a Dios, que invitará a las otras personas a hacer lo mismo. Quedémonos con esta frase de Santa Teresa de Ávila: “La paciencia todo lo alcanza.”