Una vez que hayamos aprendido a ordenar nuestra excesiva locuacidad, y ya no digamos simplemente todo hacia afuera, sin haberlo examinado, el siguiente paso será “qué” es lo que decimos y “cómo” lo decimos.
El Apóstol nos advierte: “Que no salga de vuestra boca ninguna palabra mala, sino lo que sea bueno.” (Ef 4,29), y en otra parte nos dice:“Desechad también vosotros todas estas cosas: (…) la blasfemia y la conversación deshonesta en vuestros labios.” (Col 3,8)
Aquí nos adentramos a un campo sumamente importante, pues Jesús nos da a entender que “de lo que abunda el corazón hablan los labios” (cf. Lc 6,45) y que “lo que sale del hombre es lo que hace impuro al hombre. Porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos (…)” (Mc 7,20-21). Podemos concluir, entonces, que todo lo que decimos de malo, injusto, etc., surge de nuestro corazón. Por tanto, es nuestro corazón el que ha de ser purificado, si queremos ser capaces de decir palabras buenas y edificantes.
Aquí nuestra práctica ascética (es decir, los esfuezos de nuestra voluntad) llega a su límite. Si bien podemos cooperar para obtener un corazón nuevo –“Haceos un corazón nuevo” (Ez 18,31)–, necesitamos sobre todo de la gracia de Dios: “Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne.” (Ez 36,26)
No obstante, al Señor le encanta que nosotros pongamos todo de nuestra parte, orientando nuestra voluntad hacia Él, de manera que Él pueda concedernos aquello que ha dispuesto para nosotros.
Aunque nosotros no podamos conseguir por nuestras propias fuerzas un corazón nuevo, que esté exento de todo tipo de malos pensamientos, sí podemos dar un paso fundamental, que consiste en no transmitir a las otras personas toda esa oscuridad que sale de nuestro corazón. Entonces, la ascesis puede impedirnos pronunciar lo malo. Esto es ya un gran paso, porque entonces no lastimaremos directamente al prójimo, ni podrá difundirse la sombra de nuestro corazón a nivel verbal.
Lo que la ascética no puede alcanzar es liberar el corazón de los malos pensamientos. En efecto, la purificación del corazón es obra del Espíritu Santo, aunque también en ello podemos poner de nuestra parte.
Recordemos: Lo primero que hemos de hacer –con la ayuda de la ascética– es dominar nuestro excesivo hablar; y después evitar que salgan al exterior las palabras que no son edificantes.
Cuando aparezcan en nuestro corazón los malos pensamientos, en primera instancia hemos de notarlos y posicionarnos con respecto a ellos, y de ningún modo justificarlos o reprimirlos. Reprimirlos significaría hacer como si no existieran… Pero esto acarrea tensiones interiores, las cuales no pocas veces salen a flote en comentarios que tienen alguna agresión escondida.
Por tanto, debemos aprender a percibir los pensamientos malos, y entonces hemos de “censurarlos”. Censurarlos significa expresar con nuestra voluntad que no les damos nuestra aprobación. Esto es un paso muy importante, pues muchas veces nos justificamos a nosotros mismos y a ciertas actitudes nuestras que no pueden resistir a la luz del Evangelio. Normalmente no es que automáticamente se disuelvan los malos pensamientos después de haberlos censurado; pero sí les negamos nuestra aprobación.
El próximo paso será dirigirnos al Señor en oración interior, pidiéndole que nos dé Su Espíritu para vencer aquellos pensamientos y sentimientos. Yo personalmente invoco siempre al Espíritu Santo –nuestro Amigo Divino–, y le pido que toque mis pensamientos negativos. De hecho, Él es el amor entre el Padre y el Hijo, que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). Esto significa concretamente que hemos de poner todo lo malo que procede de nuestro interior ante Aquél que es el amor puro, en quien no hay nada impuro, nada malo, ninguna mentira ni amor propio desordenado; es decir, ante Dios mismo. Expresado en el lenguaje bíblico, ponemos nuestra oscuridad allí donde está el fuego del amor, que tiene también la función de acrisolar y purificar (cf. 1Pe 1,7).
Este último paso es la clave para cooperar en la purificación de nuesto corazón, del cual procede lo malo. Es obra del Espíritu Santo conducirnos por el camino de la santificación; así que nosotros, por nuestra parte, ponemos ante Él todo aquello que no es santo en nosotros, pidiéndole que Él lo toque. De esta manera, Dios podrá otorgarnos un corazón puro: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.” (Mt 5,8).
Mañana retomaré una vez más este tema, relacionándolo con la importancia del combate espiritual, al cual todos nosotros estamos llamados.