Introducción al Camino del Cordero

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Jn 1,35-42

Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba, dijo: “He ahí al Cordero de Dios”. Al oírle hablar así, los discípulos siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que le seguían, les preguntó: “¿Qué buscáis?” Ellos le respondieron: “Rabbí -que quiere decir ‘Maestro’-, ¿dónde vives?” Les respondió: “Venid y lo veréis.” Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima. Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús. Andrés encuentra primero a su hermano, Simón, y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías -que quiere decir ‘Cristo’-. Y le llevó donde Jesús. Fijando Jesús su mirada en él, le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas” -que quiere decir ‘Piedra’-.

Si queremos tomar del mundo de los animales un ejemplo que nos dé a entender algo de la actitud del Señor ante su Pasión redentora, el Cordero será ciertamente el más atinado, pues nos muestra algo esencial… Difícilmente podremos imaginar un ser más inocente que un cordero que calla ante sus esquiladores; un animal que irradia algo tan puro y es tan pacífico. Parecería que Dios, que todo lo ha hecho bien en su Creación, ha preservado particularmente la bondad originaria que depositó en el corderito.

Hace muchos años, el fundador de otra comunidad me contó una historia que, en mis propias palabras, dice más o menos así: Cuando Dios creó al cordero, pensó en qué era lo que debía proporcionarle para su auto-defensa. Entonces le preguntó al cordero: “¿Quieres que te dé garras como las que tiene el gato?” Pero el cordero replicó: “No, porque entonces podría lastimar a alguien…” Nuevamente Dios le preguntó: “¿O acaso quisieras que te dé dientes, como los que tiene el perro?” Pero el cordero le respondió: “Oh no, porque podría acabar mordiendo a alguien…” Entonces Dios acarició al cordero, y lo recubrió de su suave lana…

Con esto hemos dicho suficiente sobre este tierno animalito, que, al mirarlo jugueteando inocentemente, puede llevarnos a una contemplación a nivel natural y nos invita a regocijarnos en la Creación del Señor.

Nosotros, como Comunidad, hemos adoptado el nombre de “Agnus Dei”, que quiere decir “Cordero de Dios“. Este nombre es una constante invitación a seguir al Cordero de Dios y a asemejarnos a Él. Lógicamente esto no cuenta solamente para nosotros, los miembros de la comunidad; sino que todos los que seguimos al Señor deberíamos modelarnos a Su imagen, y no movernos en el rebaño como si fuésemos lobos, dispuestos a devorar a las ovejas; sino más bien como corderos en medio de lobos.

En una de sus homilías, San Juan Crisóstomo comenta la frase que el Señor dirige a sus discípulos: “Yo os envío como ovejas en medio de lobos” (Mt 10,16). Pone en boca de Jesús estas palabras:

“Y yendo así por el mundo, habéis de dar muestras de mansedumbre de ovejas, y de ovejas que van a ir a lobos, y no ir como quiera, Porque yo —parece decirles— quiero señaladamente hacer muestra de mi poder en que las ovejas venzan a los lobos; en que, estando ellas en medio de los lobos, y no obstante sus infinitas dentelladas, no sólo no acaben con ellas, sino que sean ellas más bien las que conviertan a los lobos. Más maravilloso, mayor hazaña que matarlos, es hacerles cambiar de sentir, transformar enteramente su alma.”

Y continúa San Juan Crisóstomo con esta exhortación:

“Porque mientras somos ovejas, vencemos; aun cuando nos rodeen por todas partes manadas de lobos, los superamos y dominamos. Pero si nos hacemos lobos, quedamos derrotados, pues nos falta al punto mismo la ayuda del pastor. Puesto que Él apacienta ovejas y no lobos, te abandona y se aleja de ti, pues no le permites que muestre su poder. Si, cuando se te hace un daño, tú muestras mansedumbre, a ÉI se atribuye todo el triunfo; pero si tú también acometes y descargas puñetazos, echas una sombra sobre la victoria.” (Homilía 33 sobre el evangelio de Mateo)

En el camino de seguimiento del Cordero, estamos llamados a tener precisamente la actitud que San Juan Crisóstomo nos recomienda en estas conmovedoras palabras. Esta actitud no corresponde al ímpetu que tenemos como personas; tampoco es una falsa suavidad, que permite que todo recaiga sobre él porque siempre se siente indefenso y a merced de los acontecimientos. Antes bien, para alcanzar la actitud de corderos, se requiere poner en práctica uno de los admirables frutos del Espíritu Santo: la santa mansedumbre.

Si nos fijamos en la santa mansedumbre de Nuestro Señor, y la aprendemos de Él, estaremos cumpliendo en nuestro interior aquello que escuchamos en el evangelio de hoy: “Maestro, ¿dónde vives?” Y Él respondió: “Venid y lo veréis”. Sí, en el conocimiento e imitación de la santa mansedumbre, conoceremos el interior del corazón de nuestro Redentor. Sabremos comprender mejor Su amor, y corresponder a nuestro llamado a asimilar esta actitud en la que Él venció el mundo (cf. Jn 16,33).

La santa mansedumbre es importante también para el Combate Espiritual que hemos de librar, porque ella nos indicará cuál es el modo correcto en este ineludible enfrentamiento. Así, no caeremos en la tentación de combatir al estilo de los lobos, como advierte con tanto tino San Juan Crisóstomo.

Hasta aquí, todo es razón suficiente para que, en la meditación de mañana, entremos más a detalle en el tema de la santa mansedumbre.