Guiados por el Espíritu de Dios

Rom 8,12-17

Hermanos míos, nosotros no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, si compartimos sus sufrimientos, para ser también con él glorificados.

Uno de los aspectos fundamentales de la vida cristiana es la reconquista de nuestra libertad frente a las inclinaciones de nuestra naturaleza humana. Mientras seamos sus esclavos, careceremos de la capacidad de escuchar la voz del Espíritu y de seguir sus mociones. Por eso, la mortificación hace parte del equipamiento básico de una auténtica vida espiritual. Al hablar de mortificación, nos referimos a refrenar y vencer nuestras inclinaciones desordenadas. Sin ella, nuestra vida espiritual se atrofiará y no podrá desplegarse adecuadamente.

No debemos dejarnos confundir por ciertas tendencias actuales –que lamentablemente existen también en la Iglesia–, que nos dicen que no hace falta esforzarnos por cambiar, pues nuestra naturaleza humana es buena y sólo hace falta mejorarla un poquito. ¡Esto es una ilusión, que nos hará caer en un letargo espiritual y sucumbir en el autoengaño!

Debemos estar conscientes de que el refrenamiento y la lucha contra nuestras malas inclinaciones es una tarea a largo plazo, que requiere que estemos siempre vigilantes. Podemos comenzar con el pie derecho, pero con el paso del tiempo bajamos la guardia, de modo que las malas costumbres que pensábamos haber superado, volverán a encontrar cabida en nosotros.

Ciertamente puede haber exageraciones en la vida ascética, tal vez procedentes de una visión equivocada, como si la Creación estaría viciada y el uso de los bienes terrenales fuera en sí mismo negativo. ¡Esto no es así! Pero es igualmente erróneo obviar la realidad de nuestra naturaleza caída, que sucumbe a sus malas inclinaciones mientras no sea refrenada por el Espíritu de Dios y con nuestra cooperación.

En cambio, si afrontamos el reto de la vida espiritual, colaborando en nuestra santificación como corresponde, ya no habrá nada que se interponga. Así, el glorioso Espíritu de Dios podrá conducirnos a una íntima relación con nuestro Padre Celestial.

A través del Espíritu Santo reconocemos que somos hijos de Dios. Lo que quede de servilismo y de temor en nuestra relación con Él, será vencido por la fuerza del amor (cf. 1Jn 4,18). Pues el Espíritu Santo, que es el amor entre el Padre y el Hijo, nos hace entender lo que realmente somos a los ojos de Dios: Sus hijos amadísimos y coherederos de Su Reino. En Su luz, podremos percibir esta realidad, perdiendo así cualquier falso temor.

Dios mantiene siempre Su fidelidad a nosotros, y jamás nos retira Su amor. Si estamos en pecado, Él tocará a nuestra puerta, para llamarnos de regreso a casa y para que podamos acoger Su amor y vivir en él. Si nos esforzamos sinceramente en seguirle, el Espíritu Santo nos penetrará con Su amor, morará en nosotros y nos moldeará a imagen de Cristo.

De esto se trata el camino de santificación, a través del cual Dios podrá resplandecer más y más en nuestra vida, de modo que nuestras palabras y obras lo reflejen a Él.

Día a día debemos escuchar al Espíritu de Dios y vivir en comunión íntima con Él. El Espíritu Santo está dispuesto a purificar todo aquello que impide que lo acojamos en nosotros y vivamos con Él, siempre y cuando se lo pidamos y estemos dispuestos a permitir las purificaciones que sean necesarias, cooperando activamente en ellas.

Lamentablemente muchas personas no comprenden que las purificaciones y el combate contra las pasiones desordenadas también son expresión del amor de Dios. Él no quiere alimentarnos únicamente con leche materna, sino que quiere darnos alimento sólido (cf. 1Cor 3,2), para que nuestro amor sea fuerte y capaz de sufrir, de manera que nos asemejemos cada vez más al Señor.

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