Fiesta de la Ascensión del Señor: “La alegría de los discípulos“

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Lc 24,46-53

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Está escrito que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predicaría en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Ahora voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre.

“De momento permaneced en la ciudad, hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto.” Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén llenos de alegría. Y estaban siempre en el Templo alabando a Dios. 

El anuncio del Resucitado iniciará en Jerusalén, la ciudad incomparable, que se convirtió en testigo de aquello que es la esperanza de todas las naciones. Todos están llamados a convertirse al Señor, para que sus pecados sean perdonados. Si esta “primera conversión” ya ha tenido lugar, ha de profundizársela día a día a través de las obras del amor, hasta que en nosotros, los hombres, se restablezca por completo la imagen de Dios. ¡Qué tarea tan grande para los apóstoles: anunciar el maravilloso mensaje de Cristo como testigos de los acontecimientos salvíficos, testigos de su Resurrección! 

Pero el Señor, cuya Ascensión celebramos hoy con alegría, no deja solos a los Suyos para llevar a cabo esta “obra titánica”. Les promete el Espíritu Santo, que los conducirá a la verdad plena (cf. Jn 16,13). Él es la memoria viva de todo cuanto Jesús dijo e hizo, y será Él quien guíe, ilumine y fortalezca a los apóstoles, para cumplir el encargo del Resucitado, empezando desde Jerusalén… 

El Señor, en cambio, retorna a la gloria del cielo y prepara las moradas para los Suyos. Él ha abierto el camino para que podamos recibir todo el amor del Padre. Deberíamos alegrarnos por Él y con Él, porque, durante el tiempo de su vida terrena, hizo todo lo que correspondía a la Voluntad de Dios, y ahora vuelve al Padre. Ante los ojos de los discípulos se cumplía todo lo que el Señor había predicho. Pero aún no podían subir con Él al cielo; todavía no había llegado para ellos la hora de volver a su patria eterna. Tenían aún una misión por cumplir, así como su Señor y Maestro había tenido su misión y la había cumplido. 

En el evangelio de hoy, escuchamos que los discípulos se llenaron de gran alegría y empezaron a anunciar incansablemente al Señor. Y ésta debe ser la actitud en la evangelización, porque la fe nos da la certeza de que todo cuanto el Señor dijo es verdad, y el Espíritu Santo nos lo trae a la memoria. La alegría de los apóstoles surge del reconocimiento de la gloria de Dios, y de vivir en conformidad con su santa Voluntad. Y de esta alegría brota la alabanza de Dios, que jamás resonará lo suficiente y que nunca habremos agotado, si el Espíritu Santo nos abre cada vez más los ojos para ver la gloria de Dios. Aun si en esta vida podemos contemplar a Dios sólo como a través de un espejo (cf. 1Cor 13,12), la luz es lo suficientemente clara para reconocer que el amor de Dios actúa por doquier. 

“¡La alegría de Dios es nuestra fuerza!” (Neh 8,10) Cuanto más nos aferremos a Él y cuanto más íntimamente unidos a Él estemos, de modo que Él pueda habitar en nuestro corazón, tanto más quedaremos llenos de esta grande alegría. Y ésta podrá ahuyentar todo espíritu de tristeza desordenada. Porque ¿quién acogerá nuestro testimonio si lo damos con cara larga? ¡La verdadera alegría es también una característica de los redimidos! 

Esto no significa, de ninguna manera, que pudiésemos generar la alegría de forma artificial, con los esfuerzos de nuestra voluntad; ni tampoco puede confundírsela con un entusiasmo superficial. La alegría de los discípulos va más allá, es más profunda, es un fruto del Espíritu; un fruto que madura a partir de la íntima unión con Dios. 

Esta alegría está prevista para cada uno de nosotros, y podemos pedirle a Dios que haga a un lado todo aquello que impide que el verdadero gozo pueda desplegarse en nuestro interior. Y precisamente ésta es una de las tareas del Espíritu Santo, porque la alegría está profundamente relacionada con el amor. Si el Señor nos purifica del desordenado amor a nosotros mismos, al mundo o a otras personas, nuestro corazón quedará más libre para recibirlo a Él y para contemplar Su gloria con los ojos de la fe. ¡Así crece la fe! Y si entonces comprendemos que el mensaje de la fe es lo más hermoso que podemos anunciar a las personas, nuestro corazón se llenará de gozo y de gratitud, y podremos reconocer el honor del que Dios nos hace partícipes, al llamarnos a ser mensajeros del Dios vivo.