El verdadero parentesco de Jesús

“Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen.”

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Lc 8,19-21

Se le presentaron su madre y sus hermanos, pero no podían llegar hasta él a causa de la gente. Le avisaron: “Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte.” Pero él les respondió: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen.”

Con estas palabras, el Señor abre la suprema dimensión del parentesco entre los hombres; o, mejor aún, entre aquellos que viven como hijos de Dios. Esta nueva dimensión supera todos los lazos de parentesco que proceden de la sangre, pues los hijos de Dios caminan juntos dirigidos hacia su Padre. Con nadie podremos tener una relación tan familiar como con aquellos que buscan seriamente la Voluntad de Dios y tratan de cumplirla todos los días.

Podemos decir que este parentesco no es uno que nace de la carne; sino que brota del espíritu (cf. Jn 1,12-13). Por eso no tiene límites y puede surgir en cualquier parte del mundo, dondequiera que los hombres cumplan la Voluntad Divina. Una realidad particularmente hermosa se da cuando los parientes de sangre se convierten también en parientes en el Espíritu de Dios.

No debemos interpretar la primera parte de lo que el Señor dice en el evangelio de hoy como si fuese un rechazo a su Madre y a sus parientes; sino que es una enseñanza con la cual Jesús nos hace ver más allá de los lazos naturales. Los familiares según la sangre están incluidos en la filiación divina, cuando éstos también buscan la Voluntad de Dios. Pero ellos jamás deben convertirse en obstáculo para cumplir la Voluntad de Dios. Si fuese este el caso, deberá anteponerse el parentesco en el espíritu a la familia de sangre.

La historia de las familias, clanes, tribus, pueblos y naciones está a menudo marcada por divisiones. Y es que cargan con la herencia del “Adán caído”; o, por decirlo en términos bíblicos, el “viejo Adán” necesita ser redimido por el “nuevo Adán”, que es Cristo Jesús (cf. 1Cor 15,21-22).

Lamentablemente, este “viejo Adán” muchas veces sigue vivo también en aquellos que ya han recibido en el bautismo la gracia de vivir como hijos de Dios. El apóstol Santiago escribe en su carta: “¿De dónde proceden las guerras y contiendas que hay entre vosotros, sino de los deseos de placer que luchan en vuestros miembros?” (St 4,1).

Alcanzar esta nueva y mayor familiaridad entre los hombres es una tarea que aún no ha llegado a su fin. La Iglesia, como comunidad de fieles, está llamada a realizar la unidad entre todas las naciones.

Sólo al vivir conscientemente este “parentesco en Dios” –que implica una conversión sincera a Jesucristo– podrá hacerse visible el Reino de Dios en la Tierra. Una y otra vez ha habido ideologías, sistemas políticos, etc., que han pretendido crear una especie de paz paradisíaca en este mundo; y siempre fracasaron… En realidad, ésta es una lección histórica que debería hacernos entender que, sin la conversión al Señor, los hombres nunca alcanzarán una verdadera unidad, por más que la deseen.

Como nos dice el Señor en el evangelio, hemos de oír la Palabra de Dios y cumplirla. Solamente conseguiremos una verdadera unidad de la humanidad si ponemos esto en práctica. Si lo hacemos, viviremos en la gracia de los hijos de Dios, y reconoceremos a aquellos que también lo hacen.

Si consideramos que nuestra fe puesta en práctica es la que logra la unión de la humanidad, entonces nos veremos aún más motivados a colaborar en la redención de la humanidad, mucho más allá de nuestros límites. Con cada lucha por vencer al “viejo Adán” y cada esfuerzo por permitir que el Señor obre más en nosotros, estamos sirviendo a la expansión del Reino de Dios.

Nuestra mirada se extiende también hacia todos aquellos que son bautizados pero no viven de acuerdo a la gracia que han recibido, y hacia aquellos que todavía no conocen a Dios o lo conocen muy poco. ¡También ellos son llamados a vivir como Sus hijos, y han de ser tocados, para que se conviertan y sean iluminados por Dios! Si seguimos al Señor día a día y damos testimonio de Él, estaremos sirviendo a este fin. Dios sabrá recompensárnoslo en la eternidad, en la comunión plena con Él, con los ángeles y con todas aquellas personas que han llegado a casa para siempre.