El tesoro de la Santa Misa

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Jn 6,51-58

Jesús dijo a los judíos: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne, para vida del mundo.” Discutían entre sí los judíos: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.

“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que coma vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo; no como aquel que comieron vuestros antepasados, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre.”

¡Qué gracia para nosotros, los hombres, que estas palabras del Señor se cumplan en la celebración de la Santa Misa! Allí, somos alimentados de ambas «Mesas» del Señor: la de Su Palabra y la de la santa Eucaristía.

A lo largo de la historia de la Iglesia, este acontecimiento se ha desplegado en maravillosas y diversas liturgias, que siempre fueron celebradas con gran reverencia. Esta reverencia, junto con un gran amor y gratitud, han de transmitirle al hombre la grandeza del suceso, porque no es nadie menos que Dios mismo quien viene a nuestro encuentro en el santo alimento y quiere unificarse con nosotros. No es simplemente un pan que recibimos conmemorando al Señor, ni tampoco es un ágape en el cual compartimos con amor nuestro pan con los demás; sino que es el Misterio a través del cual Dios quiere venir a nosotros y permanecer en nosotros de forma palpable. Ciertamente existen también otras maneras a través de las cuales Él puede hacerlo; pero la Santa Eucaristía es la forma predilecta: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él.»

Para poder tener parte en este Misterio en la Iglesia Católica, se requieren ciertas condiciones. Una de ellas es que debemos ser católicos y creer en la presencia real de Cristo en la santa comunión. También debemos encontrarnos en estado de gracia. Esto nos muestra que la participación en la Santa Misa es la consumación de la fe de los miembros del Cuerpo de Cristo, y no tiene en primera instancia una finalidad misionera, para atraer a la fe a los no creyentes.

En tiempos previos, había mucha consciencia de esto. A los catecúmenos; es decir, aquellos que se estaban preparando para recibir el santo bautismo, se les admitía a la así llamada «celebración de la Palabra», pero debían salir antes de que tuviese lugar la «celebración eucarística» propiamente dicha. Podían, entonces, servirse de la Mesa de la Palabra, pero no aún ser testigos del sacrificio, hasta haber llegado a ser plenos miembros de la Iglesia Católica en el bautismo, y cumplir las condiciones para la recepción de la santa comunión.

Llegados a este punto, quisiera compartir un testimonio personal.

En el año 1977, yo tuve la gracia de convertirme al Señor Jesús, y posteriormente fui conducido a la Iglesia Católica. ¡Un momento inolvidable!

Mis primeros pasos en el catolicismo los di en una comunidad en la cual se celebraba el «Novus Ordo» con mucha reverencia y devoción. Allí conocí la adoración eucarística, así como muchas otras cosas que hoy siguen siendo importantes en mi camino de seguimiento de Cristo.

A lo largo de las décadas, yo seguía participando casi a diario de la Santa Misa. Pero me resultaba cada vez más doloroso cuando los sacerdotes se desviaban de lo prescrito en el Misal, cuando se introducían elementos subjetivos y la música era banal. Esto constituía un verdadero sufrimiento, y lo único que me sostenía era interiorizar las palabras del evangelio de hoy y esperar el momento de recibir la santa comunión. La situación era distinta cuando participaba de la Santa Misa en nuestra comunidad, donde también la música correspondía a la dignidad del acontecimiento.

Cuando, estando posteriormente en Jerusalén, tenía diferentes alternativas para participar de la liturgia, optaba o bien por una Santa Misa celebrada en el Gólgotha en silencio, o bien la Santa Misa oficial de los franciscanos, que es en latín y está acompañada de cantos gregorianos.

Pero mi espíritu y mi corazón, por así decir, aún no se sentían totalmente en casa en la liturgia de la Iglesia Católica. Me faltaba algo, aunque las celebraciones en las que participaba ciertamente eran dignas.

Por otra parte, había llegado a conocer las atrayentes liturgias bizantinas, que me conmovieron profundamente, sobre todo las que viví en el Monte Athos y en Rusia. Pero, puesto que me convertí al catolicismo con convicción, estaba fuera de discusión cambiarme a la Iglesia Ortodoxa. A veces se me presentaba la posibilidad de participar en una liturgia bizantina celebrada por sacerdotes que están en plena unidad con Roma.

Después, en los últimos años, descubrí la Santa Misa Tradicional, y empecé a amarla cada vez más. No fue «amor a primera vista», sino que fue un amor creciente. Cuando viví la así llamada «Misa cantata», supe que finalmente estaba descubriendo el rito romano de la Iglesia Católica, en el cual me sentía en casa. ¡Éste es un gran regalo de Dios para mí! Y este tesoro quisiera compartirlo, precisamente en este día. En las últimas décadas, este tesoro había estado casi totalmente escondido, similar al canto gregoriano, e incluso se lo veía como con sospecha.

Sin desvalorizar otras formas del rito, quisiera atestiguar que, en la forma extraordinaria del rito romano, existe una liturgia sumamente digna y auténtica en el seno de la Santa Iglesia, en la cual las palabras del Señor que hemos escuchado en el evangelio de hoy se actualizan de forma sublime y edificante.