El Reino de Dios

“Éste es mi Siervo, a quien elegí, mi Amado, en quien me complazco.»

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Mt 12,14-21

En aquel tiempo, los fariseos se confabularon contra él para eliminarlo. Jesús, al saberlo, se retiró de allí. Le siguió una gran muchedumbre, y los curó a todos. Luego les mandó enérgicamente que no le descubrieran, para que se cumpliera lo dicho por el profeta Isaías: “Éste es mi Siervo, a quien elegí, mi Amado, en quien me complazco. Pondré mi espíritu sobre él, y anunciará el juicio a las naciones. No disputará ni gritará, ni oirá nadie en las plazas su voz. La caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha humeante, hasta que lleve a la victoria el juicio: en su nombre pondrán las naciones su esperanza.”

Los fariseos planeaban matar a Jesús, lo cual, como sabemos, posteriormente de hecho ejecutaron, con la ayuda del poder civil de aquel entonces.

Nos encontramos con la malicia abismal a la que se enfrenta el Hijo de Dios; una malicia que muestra claramente hasta dónde pueden llegar los hombres con Dios y con las otras personas.

El maquinador de estas acciones malvadas es aquel que fue “homicida desde el principio” (cf. Jn 8,44). La historia ha sido testigo de suficientes ejemplos de cómo el “homicida desde el principio” continúa este sangriento trazo de injusticia contra Dios y contra los hombres hasta el día de hoy.

Hace pocos días (14 de julio), el mundo –y particularmente Francia– celebraba la conmemoración de la Revolución Francesa, que algunos consideran como el inicio de la Edad Contemporánea. En ese entonces, en nombre de la libertad de las personas, se quería inaugurar un “tiempo nuevo”. La guillotina llevaba a cabo su labor asesina. Muchas personas fueron víctimas, incluidas monjas carmelitas, que definitivamente no podían constituir una amenaza para nadie, excepto para aquellos que se sienten amenazados por la sola presencia de Dios.

Entonces, se instaura lo “nuevo” para vencer injusticias acumuladas, pero se lo hace de tal forma que uno mismo comete nuevas injusticias, que no pocas veces incluso superan a las anteriores que se pretendía combatir.

¿Qué puede resultar de ahí? ¡Un “círculo vicioso de muerte”!

El Señor reacciona de forma distinta ante la injusticia. Él vence este “círculo vicioso de muerte”, y lo hace también por nosotros.

Cuando se enteró del plan de los fariseos, se retiró y continuó en otras partes con su misión de anunciar y sanar… La amenaza no fue motivo para que se detuviera; sino que siguió edificando el Reino de Dios, que se hacía presente entre los hombres en Su propia Persona.

No disputaba ni gritaba… Estas palabras nos indican claramente el modo en que ha de expandirse el Reino del Señor. ¡Nada de violencia, ni coacción; nada de venganza ni retribución!

Es un Reino distinto, que no requiere de impactantes espectáculos ni de muestras de poder. Vive del amor y de la verdad y vence el mal a fuerza de bien (cf. Rom 12,21). Este Reino está presente donde sea que dos o tres estén reunidos en el Nombre de Jesús (Mt 18,20); allí donde se escuche al Señor de este Reino… Está tan impregnado por el bien que el mal tiene que retroceder, puesto que no tiene sustancia en sí mismo.

El hombre débil es levantado; el que yerra, iluminado; las viudas y huérfanos son atendidos; el culpable queda perdonado, si se arrepiente.

¡Este Reino está abierto para todo el que acoja la invitación de Dios, sea pobre o rico! Sólo este Reino es capaz de vencer los reinos de este mundo, pues en él no hay corrupción, ni pretensiones de poder ilegítimas (cf. Mt 20,25-28)… ¡Y es que el mismo Señor de este Reino lavó los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,4-5)!

Ahora bien, ¿cómo podrá extenderse este Reino entre los hombres?

¡Sólo será posible a través de la luz sobrenatural de Dios! Implica una verdadera conversión en las personas y un nuevo corazón. Un corazón que no se ha convertido caerá una y otra vez en el “círculo de muerte” y no podrá levantarse; ni será capaz de practicar todas aquellas virtudes que hacen parte de este Reino. Un corazón inconverso, que no se transforme bajo el influjo del Espíritu Santo, no podrá producir buenos y duraderos frutos, a pesar de todos sus esfuerzos; y estará constantemente en busca de los supuestos y pasajeros tesoros, que, al fin y al cabo, se pudren…

Nosotros, los católicos, vislumbramos este Reino en el Corazón de la Virgen María. Es un corazón que le pertenece enteramente a Dios y que ha alcanzado la perfección por gracia de Dios. Es un corazón humano, que está abierto para todos los hombres. En la Santísima Virgen podemos ver lo que Dios dispuso que el hombre fuese y en qué consiste un reinado del amor.

Sólo cuando el Reino de Dios se haga realidad, la justicia vencerá y la esperanza de los pueblos se cumplirá. Día a día podemos trabajar en este Reino, en cuanto escuchemos al Espíritu Santo y sigamos sus indicaciones.