El camino de tus preceptos

Sal 119,33.34.35.36.37.40

 Muéstrame, Señor,

el camino de tus preceptos,

y lo seguiré hasta el fin.

 Dame entendimiento para cumplir tu voluntad

y la guardaré de todo corazón. 

Guíame por la senda de tus mandatos,

porque ella es mi gozo. 

Inclina mi corazón a tus preceptos,

y no hacia la codicia. 

Aparta mis ojos de las vanidades,

con tu palabra dame vida. 

 Mira cómo ansío tus decretos:

vivifícame con tu justicia. 

Con gran concisión, el salmista nos señala en su petición a Dios el camino de un auténtico seguimiento del Señor. En breves palabras, se nos dice lo que debemos hacer y evitar para no detenernos en nuestro camino o incluso desviarnos.

“El camino de tus preceptos”.- Sin los mandamientos del Señor, nada es posible. Ellos son los puntos de referencia absolutos en nuestro camino con Dios. Su más mínimo quebrantamiento hará que nuestros pasos tambaleen, y una transgresión permanente nos llevará por el mal camino. Jesús nos describe con mayor precisión aún este camino de los preceptos de Dios. Basta con una mirada desordenada a la seducción del pecado para conectarnos con él y oscurecer nuestra alma (cf. p.ej. Mt 5,28). Así, ella penetra ya a nivel objetivo en el campo del alejamiento de Dios.

Todos estamos llamados a recorrer la senda de los mandatos del Señor hasta el final. Esto puede tener un doble significado: por una parte, permanecer fieles a sus mandamientos hasta nuestra muerte; y, por otra parte, cumplirlos en todo su sentido y en todo lo que cada uno implica. Para reconocer a profundidad este sentido, le pedimos a Dios que nos dé entendimiento. Éste es uno de los 7 dones del Espíritu Santo, que nos permite penetrar en la belleza interior de los mandamientos del Señor. Entonces ya no serán para nosotros una carga o una mera obligación que tenemos que cumplir; sino que aceptamos este camino con todo el corazón; es decir, nuestro corazón despierta en el amor a Dios y comprende su sabia guía.

También actúa en nosotros el espíritu de piedad, cuando hallamos cada vez más gusto en seguir la senda de los mandatos de Dios, enfocados en servir y glorificar de buena gana al Padre Celestial. El Espíritu del Señor velará celosamente sobre nosotros y con nosotros, para que no pueda resistir en nuestro interior nada que sea contrario a la Voluntad de Dios.

Nuestro corazón –del cual procede todo lo malo, según las inequívocas palabras del Señor (Mt 15,19)– está llamado a volverse enteramente a Dios, que lo atrae hacia sí. Él mismo lo libera de toda codicia, ya sea que ésta se dirija a los bienes materiales o a los espirituales, queriendo poseerlos para uno mismo, sin considerarlos ya como un regalo de Dios.

Con suma vigilancia hemos de apartar nuestro corazón de las vanidades. Ellas no sólo cautivan el alma, sino que también oscurecen la expresión de nuestra vida. Además, nos convierten en insensatos, expuestos a una cierta ridiculez. ¡Cuán insensato es apoyarse en cosas pasajeras y esperar de ellas la felicidad! ¡Cuán insensato es envanecerse del conocimiento que se tenga o de la apariencia externa!

A este respecto, Cohélet nos da la pauta correcta (Ecl 1,2): “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!” –excepto servir a Dios.

La palabra del Señor da vida.- Dichoso aquel que la medita, la interioriza y actúa conforme a ella. Entonces su Palabra despierta en nosotros el deseo de conocer aún más al Señor, y al mismo tiempo ella sacia nuestra alma. Así, ella deja de andar errando en busca de exuberantes praderas para, al fin y al cabo, encontrar sólo cisternas agujereadas; sino que recibe verdadero alimento. Si el alma es prudente, hará como aconsejan los padres del desierto: rumiar la Palabra de Dios hasta que ésta despliegue toda su dulzura y todo su sabor; imitará a la Virgen María, moviendo la Palabra en el corazón hasta que penetre completamente en él (Lc 2,19).

La meditación sobre la sabiduría y la justicia de Dios le da nuevas fuerzas al alma para seguir y perseverar en el camino de los preceptos de Dios.

Para concluir esta breve reflexión sobre el salmo 119, dejemos en claro que también nosotros, al igual que el salmista, hemos de pedirle a Dios que seamos capaces de recorrer esta senda. Por nosotros mismos no poseeríamos la suficiente fuerza para resistir a todo aquello que quiere apartarnos del camino. ¡Pero Dios nunca nos deja solos! Él conoce nuestras debilidades y limitaciones, y nos ofrece todo tipo de ayudas para levantarnos una y otra vez y seguir adelante.

Con la venida de su Hijo al mundo, Él está más cerca de nosotros que en los tiempos de la Antigua Alianza. “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1,14a). En los santos sacramentos nos ofrece siempre de nuevo su gracia, de modo que cada uno pueda caminar con paso seguro por la senda de sus mandatos, obedeciendo al Señor y aceptando su inestimable ayuda.

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