Dios quiere sanar y liberar

Una barca en el Mar de Galilea

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Mc 3, 7-12

 Jesús se alejó con sus discípulos hacia el mar. Y le siguió una gran muchedumbre de Galilea y de Judea. También de Jerusalén, de Idumea, de más allá del Jordán y de los alrededores de Tiro y de Sidón, vino hacia él una gran multitud al oír las cosas que hacía. Y les dijo a sus discípulos que le tuviesen dispuesta una pequeña barca, por causa de la muchedumbre, para que no le aplastasen; porque sanaba a tantos, que todos los que tenían enfermedades se le echaban encima para tocarle.

Y los espíritus impuros, cuando lo veían, se arrojaban a sus pies y gritaban diciendo: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Y les ordenaba con mucha fuerza que no le descubriesen.

Las multitudes acudían a Jesús para ser curadas por Él, pues salía de Él una fuerza, como nos lo testifican otras partes del Nuevo Testamento (cf. Lc 6,19). Eran tantos los que venían, que Jesús tiene que tomar distancia física subiéndose a una barca.

Podemos imaginar qué era lo que aquellas personas experimentaban: de repente resurgía en ellos la esperanza. Y, efectivamente, las curaciones se daban, como leemos en este pasaje bíblico: “sanaba a tantos…”. Hay otro versículo donde incluso dice que Jesús curaba a todos los que acudían a Él (cf. Mt 8,16). Pues se había divulgado su fama y por eso venían de todas partes.

Este pasaje nos revela cuánto vale el hombre para Dios. No sólo se compadece de las personas que están como ovejas sin pastor; sino que también se apiada del sufrimiento corporal y quiere remediarlo. El mensaje es claro: la compasión de Dios abarca toda la situación de la persona, tanto su sufrimiento físico como el espiritual. Lo único que espera del hombre es su fe: quiere que nos acerquemos a Él en confianza y que pongamos en Él nuestra esperanza, aferrándonos solamente a Él: “Solo Tú, Señor, puedes ayudarme.”

Si esto sucedía cuando el Hijo de Dios estaba sobre la Tierra, esta compasión de Dios sigue vigente hasta hoy. Dios nunca “se hace el loco” ante el sufrimiento de una persona. Más bien, lo integra en su plan de salvación, aunque nos resulte difícil entenderlo.

Dios no siempre quita inmediatamente el sufrimiento, si bien en ocasiones lo hace. Lo que podemos tener por cierto es que Él siempre asistirá y fortalecerá al que sufre cuando lo invoque.

Para muchos, la cuestión del sufrimiento en el mundo es un verdadero problema, o es una frecuente interrogante que se le hace a Dios. Para muchos es razón para dudar de la existencia de Dios. En efecto: ¿a quién le gusta sufrir?  El sufrimiento parece absurdo, contrario a nuestra naturaleza humana; es un recordatorio de la muerte que hemos de enfrentar.

La muerte misma es también difícil de entender; sin embargo, no podemos escapar de ella. En la fe estamos incluso llamados a salir a su encuentro de forma consciente. La fe nos enseña que, aunque la muerte es un enemigo, ella es también el último paso para poder encontrarnos con Dios en todo su esplendor.  

El sufrimiento nos recuerda nuestra mortalidad y fragilidad; nos recuerda que no estaremos para siempre en la Tierra y que Dios tiene preparado algo mucho más grande para nosotros.

Como las personas de este pasaje bíblico, podemos acercarnos llenos de confianza a Jesús, esperando su ayuda. Podemos estar seguros de que la ayuda llegará, bien sea como alivio del sufrimiento; o sea en la fortaleza para poder sobrellevarlo, aprendiendo a hacerlo parte de nuestra vida y aceptándolo como un maestro que nos recuerda nuestras limitaciones terrenas. Si aprendemos a enfrentarnos al sufrimiento, éste nos ayudará a ser más humildes y sensibles para con las otras personas que sufren.  

Pero el sufrimiento también puede amargarnos, si nos encerramos en él y le echamos la culpa a Dios, a las circunstancias o a otras personas. ¡Esto no debería suceder! En el encuentro con Jesús nuestro sufrimiento ha de ser tocado por Él y, así, ser transformado. Aunque tenemos derecho a dirigirnos a Jesús con la mayor confianza, incluso siendo intensos, es fundamental que la persona que cree lo deje todo en manos del Señor, para que sea Él quien disponga sobre su sufrimiento.

 Hay un acontecimiento más en el pasaje de hoy al que debemos prestar atención. No solo se hace referencia a personas enfermas que acuden a Jesús, sino también a posesos que se arrojan a sus pies gritando: “Tú eres el Hijo de Dios”. Personas posesas son aquellas que se encuentran bajo un concreto influjo del demonio, hasta el punto en que el espíritu maligno puede vivir en ellas. Hasta hoy sigue existiendo esta realidad, especialmente allí donde se frecuentan prácticas de magia u ocultismo. Muchos pasajes del Nuevo Testamento nos relatan que Jesús expulsaba los espíritus malignos.

En el texto de hoy leemos que Jesús no quería que los demonios dieran testimonio de quién es Él. ¿Por qué no lo habrá querido, si en este caso lo que ellos dicen corresponde a la verdad e incluso se arrojan a sus pies? Jesús es el Hijo de Dios y a Él le corresponde la adoración. ¡También nosotros podemos y debemos postrarnos a sus pies! Podríamos pensar que da igual quién es el que da testimonio de Jesús, con tal de que sea anunciado.

Sin embargo, los espíritus malignos tienen miedo a Jesús y se ven forzados a reconocer a Dios, porque Él está frente a ellos como Juez, en su Omnipotencia. ¡Ellos no aman a Jesús! No caen a sus pies en un acto de amor y de humildad, sino que se ven obligados a hacerlo a causa de la Omnipotencia de Dios. ¡Jesús no quiere ser anunciado en este tono!

Es el Espíritu Santo quien descubre a nuestros ojos la verdadera imagen de Dios, del mismo modo como Jesús nos revela la bondad del Padre. ¡El Señor quiere ser anunciado en el amor y no en el temor, ni mucho menos al estilo de los demonios!

Por eso es fundamental para nosotros, los fieles, no darle demasiada importancia a las maquinaciones del Diablo. Él no nos transmite la verdadera imagen de Dios, a pesar de que aparentemente esté diciendo la verdad. ¡No nos dejemos fascinar por las tinieblas! Más bien, dirijámonos al Señor con toda confianza: “Tú, Señor, te apiadas de mi fragilidad. Quiero dar testimonio de Ti, de tu bondad y de tu misericordia”.