Mc 6,7-13
En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que nada tomasen para el camino, a excepción de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja; y que fueran calzados con sandalias y no vistieran dos túnicas.
Les dijo además: “Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta marchar de allí. Si en algún lugar la gente no os acoge ni os escucha, marchaos de allí y sacudid el polvo de la planta de vuestros pies como testimonio contra ellos.” Ellos, yéndose de allí, iban predicando a la gente la conversión. Expulsaban a muchos demonios y curaban a muchos enfermos ungiéndolos con aceite.
Jesús ha venido para destruir las obras del Diablo –así nos dice la Escritura en otra parte (cf. 1Jn 3,8). Efectivamente, con la venida de Jesús al mundo empieza ya el juicio definitivo sobre los demonios, aquellos ángeles caídos que quieren arrastrar e incluir a los hombres en su propia rebelión contra Dios. Así, ellos son los más grandes enemigos del hombre. Jesús reviste de poder a los Suyos, para que puedan expulsar a estos espíritus en Su autoridad. ¡Este aspecto sigue haciendo parte de la misión de la Iglesia!
Los demonios, que tratan de perturbar las obras de Dios –y si es posible, destruirlas—ejercen su poder especialmente sobre aquellas almas que viven en pecado. La palabra “pecado” significa separación de Dios. Por eso la intención de los demonios es seducir a los hombres al pecado, pues así quieren alcanzar su meta, que consiste en reemplazar la autoridad de Dios con su propio dominio: un dominio de represión, de arbitrariedad, de dictadura; ¡un dominio de las tinieblas!
Estas intenciones de los ángeles caídos pueden y deben ser contrarrestadas, para limitar o quebrantar su influencia. Esto no sucede únicamente a través de los exorcismos, que están reservados a ciertos sacerdotes por encargo del obispo; sino que, día a día, en el anuncio del evangelio y el llamado a la conversión que lo acompaña, continúa el combate contra los planes de la oscuridad.
En la carta a los Efesios, el Apóstol Pablo, hablando del combate espiritual, nos enseña que hemos de tomar el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios (cf. Ef 6,10-17). Con el anuncio del evangelio y la respuesta de conversión por parte de las personas, se están arrancando almas del Reino de las tinieblas y se las está liberando del dominio de Satanás. Por eso también la evangelización constituye una expulsión indirecta de Satanás, a la que estaban llamados los discípulos en el tiempo de Jesús y lo estamos también nosotros hoy.
Nuevamente encontramos aquí este orden jerárquico tan importante, que muestra cómo debe ser el servicio de los discípulos: primero está el anuncio, que va de la mano con la expulsión del Diablo; después, la sanación de los enfermos, lo cual implica, en primer lugar, su salud espiritual, y después, la corporal.
En el evangelio de hoy, también es importante tomar en cuenta la actitud en la cual han de llevar a cabo su misión los discípulos.
Todas las directrices que les da el Señor apuntan a un mismo aspecto: Ellos han de realizar su servicio en gran libertad, tanto interior como exterior. Han de abandonarse plenamente en la Divina Providencia, puesto que es Dios mismo quien los ha enviado.
Así, el Señor está dando una indicación importantísima que abarca todas las épocas, hasta la nuestra; una indicación que hace parte del fundamento espiritual de la evangelización. El Reino de Dios no se expande en primera instancia a través de un sinnúmero de medios económicos; sino a través del obrar con autoridad en el encargo del Señor y en Su Espíritu.
En este contexto, se me viene a la mente, por ejemplo, la situación de la Iglesia Católica en Alemania, tan rica pero a la vez tan pobre. Aunque sea una de las más fuertes a nivel económico, sus frutos espirituales son –lamentablemente- muy reducidos. La Iglesia Católica en Alemania parece hundirse más y más en una “mundanización”, adaptándose a este mundo. Una razón por la cual es tan débil, ciertamente es también el no conservar la necesaria distancia interior frente al mundo, de manera que la sal –el evangelio que ha de llegar a las personas en el mundo—parece volverse sosa. Lo mismo que hemos dicho con respecto a la Iglesia en Alemania, ciertamente aplica también para otros países.
Si la Iglesia quiere renovarse y ser sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14), tendrá que hacerlo en el Espíritu del Señor. Ha de orientarse en los preceptos del Señor, y no considerar las realidades de vida de las personas de este tiempo como si éstas fueran una fuente de revelación. Los hombres, que a menudo llevan una vida pecaminosa y extraviada, necesitan un mensaje claro e inequívoco como orientación, aun si éste es rechazado. Un anuncio tibio jamás despertará a nadie del letargo del pecado, ni mucho menos podrá ahuyentar al Diablo.
Grabémonos los aspectos esenciales de la meditación de hoy: Anunciar el evangelio, ahuyentar a los demonios, sanar a los enfermos; y todo esto hacerlo en una gran libertad, con toda la confianza puesta en Dios y conservando la distancia necesaria frente al mundo.