Ven, Señor Jesús, ¡Maranathá!

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Ap 22,1-7

Luego el ángel del Señor me mostró un río de agua de vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, a una y otra margen del Río, hay un árbol de vida, que da fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles. No habrá ya maldición alguna. El trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad, y los siervos de Dios le darán culto.

Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá noche. Sus moradores no necesitarán luz de lámpara ni luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará, y reinarán por los siglos de los siglos. Luego me dijo: “Estas palabras son ciertas y verdaderas. El Señor Dios, que inspira a los profetas, ha enviado a su ángel para manifestar a sus siervos lo que ha de suceder pronto. Ten en cuenta que vendré pronto. Dichoso el que guarde las palabras proféticas de este libro”.

No son ni el mal, ni la miseria, ni la destrucción quienes tienen la última palabra; sino sólo Dios.

Nos dirigimos a un futuro maravilloso, que desde ya podemos pregustar, si perseveramos en la fe. Dios no llamó a la vida a Su Creación para luego destruirla o permitir que sea destruida. Todo quedará transfigurado, a través del camino de sufrimiento. Nosotros, los hombres, recibiremos en la Resurrección un cuerpo glorioso, transfigurado, que ya no será transitorio ni estará, por tanto, sometido al sufrimiento y a la muerte. Nuestra vida futura será tan maravillosa, que, en vista de la gloria que nos espera, deberíamos peregrinar con paciencia y perseverancia en este “valle de lágrimas”, sobrellevando en el Señor los sufrimientos de esta vida (cf. Rom 8,18).

El texto de este día nos permite echar un vistazo a este glorioso futuro.

Del Trono de Dios emana el agua de la vida… Son los ríos de Su gracia, que vivifican y sanan todo cuanto tocan. Ya nadie estará separado de Dios. Ya no habrán obstáculos para que el amor de Dios pueda penetrarlo todo y a cada uno. Ya no habrá sombra que opaque la Luz. Nosotros, los hombres, despertaremos a nuestra vocación eterna, que es la de servir a Dios y contemplar Su rostro.

¡Esto es lo que nos espera, y, gracias a la fe, lo vislumbramos ya en nuestra vida terrena! Así, resulta evidente porqué es tan esencial vivir en esta esperanza. El Señor retornará, y con cada día que pasa, su Venida gloriosa se acerca más. ¡Cuanto más lo esperemos, tanto más nos fortalecerá la gracia!

Al inicio de esta serie de meditaciones sobre el Apocalipsis, habíamos mencionado que hay una promesa especial para la lectura y la escucha de este libro. Al inicio del primer capítulo decía: “Dichoso el que lea y dichosos los que escuchen las palabras de esta profecía y tengan en cuenta lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca” (Ap 1,3). Hoy, en las palabras finales del texto, escuchamos: “Dichoso el que guarde las palabras proféticas de este libro”.

Nuestra tarea es mantener en pie la esperanza en el Retorno del Señor y en la vida del mundo futuro, tanto para nosotros mismos como en el testimonio para las otras personas. ¡Esto no es un “consuelo barato”, como algunos consideran! Por el contrario, el vivir con la mirada puesta en la eternidad y la esperanza firme en el Señor que viene, anima todas nuestras fuerzas para llevar adelante nuestra misión en este mundo, con la gracia de Dios. La esperanza en el mundo futuro nos ayuda a no hundirnos en las corrientes de la época y a no perder la orientación.

Con la meditación de este día, cerramos este año litúrgico para entrar, a partir de mañana, en el nuevo.

Y queremos cerrar este pequeño “viaje” a través del Apocalipsis con las últimas palabras que están escritas en este libro. ¡Que el Señor haga arder Su fuego en nuestro corazón, para que esperemos su Retorno y nos encuentre trabajando en Su viña como buenos obreros!