ADVIENTO Y NAVIDAD EN TIEMPOS APOCALÍPTICOS

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“Mira: la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, pero sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece” (Is 60,2).

Estas palabras del Profeta Isaías tienen la misma vigencia hoy que en el momento en que las pronunció. La oscuridad aún no se ha disipado y la espesa nube sigue cubriendo a los pueblos… Sin embargo, la luz radiante que “ilumina a todo hombre” (Jn 1,9) ha amanecido sobre el mundo en la Venida del Hijo de Dios, y permanece entre nosotros. Cuando los hombres acogen su luz, las tinieblas retroceden. También en este año 2022 el Adviento nos comunica la Buena Nueva de que la luz radiante ha amanecido sobre la humanidad. Nuestro Padre Celestial ha enviado a su Hijo a este mundo tan oscuro para redimir a los hombres. Por eso, la Fiesta del Nacimiento de Cristo que se aproxima es motivo de gran alegría, aun si se ciernen grandes sombras sobre este mundo.

Aquellos que tuvieron la gracia de conocer a Jesús y le siguen, están llamados a celebrar el Adviento y la Navidad con todo el amor y la alegría, sin dejarse abrumar por cuánto el mundo se ha alejado de Dios. Con el salmista exclamamos: “Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla; si me declaran la guerra, me siento tranquilo” (Sal 26,3).

Esta tranquilidad viene de la certeza de fe de que, al fin y al cabo, Dios guiará todas las cosas conforme a su plan, aunque los poderes de las tinieblas siembren confusión entre los hombres. Los hombres no están simplemente expuestos, a merced de las tinieblas y las fuerzas hostiles a Dios, por muy poderosas que éstas se muestren; sino que el Señor las derrotó en la Cruz. “El Hijo de Dios vino para destruir las obras del diablo” (1Jn 3,8) y para liberar a los hombres de toda esclavitud.

Todo esto lo tenemos presente mientras nos preparamos para la Fiesta de la Natividad del Señor. Nuestro Padre Celestial encomendó a la Virgen María y a San José a su Hijo Unigénito; a Aquel que asumió nuestra naturaleza humana para conducirnos a la gloria celestial.

Por muy oscuros que sean los tiempos, jamás deben enmudecer nuestros cantos que alaban al Niño de Belén y nos invitan a entregarle enteramente nuestro corazón.

Sin embargo, el Tiempo de Adviento no es solamente la preparación para la tan tierna Fiesta del Nacimiento del Hijo de Dios; sino que además nos recuerda que este Jesús, nacido en Belén y crucificado y resucitado en Jerusalén, volverá al Final de los Tiempos para juzgar a vivos y muertos. Así lo atestiguan las Escrituras y el Credo de nuestra Iglesia.

Esta conciencia es sumamente importante. En un sinnúmero de pasajes evangélicos, Jesús mismo insiste en que debemos estar vigilantes y esperar su Retorno. En el tiempo que precede a su Parusía, Dios nos ha encomendado una gran misión: la victoria del Señor en la Cruz ha de concretarse en todo el orbe de la tierra. Los fieles están llamados a llevar el mensaje salvífico del Evangelio al mundo entero. Todos han de enterarse de que Jesucristo, el Salvador, ¡está aquí! El Hijo de Dios trae la salvación a todos los hombres. Él es el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre sino a través de Él (Jn 14,6).

El día y la hora de la Segunda Venida de Jesús sólo las conoce el Padre en el cielo (Mt 24,36). Pero nosotros, los hombres, estamos llamados a vivir cada instante como si Él retornaría en esa misma hora. ¡Que el Señor, al volver, nos encuentre en vela!

Así, las dos mencionadas dimensiones del Adviento nos ayudan a llevar nuestra vida enfocada en Dios y a cumplir la tarea que se nos ha encomendado como obreros en su viña. Con la mirada puesta en el Nacimiento de Jesús y en su Segunda Venida, obtenemos de Dios la fuerza necesaria para permanecer firmes en la fe, sin desfallecer, en estos tiempos apocalípticos. La creciente oscuridad debería incluso convertírsenos en un desafío para aferrarnos aún más al Señor y enrolarnos en el ejército del Cordero, para luchar del lado de Aquel que “salió en plan victorioso, para seguir venciendo” (Ap 6,2).

“La oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos” (Is 60,2).

No podemos cerrar los ojos ni pasar por alto la gran oscuridad que se cierne sobre los pueblos. Así como no debemos dejarnos engullir por ella, dándoles demasiado peso a los planes del mal y ocupándonos excesivamente de ellos, también sería un error pasarla por alto o querer ignorarla.

Para afrontar correctamente la situación dada en el mundo, es necesario percibir la oscuridad. Al mismo tiempo, esta percepción debe estar conectada con la firme certeza de fe que, además de contar con la intervención de Dios, ya lo ve obrando en medio de la oscuridad y confía en que el Padre sabrá conducir todas las cosas conforme a su plan.

Una densa oscuridad que cubre la tierra es la gran apostasía de aquellos pueblos que ya habían recibido el anuncio del Evangelio. En otros tiempos, ellos mismos habían enviado a sus misioneros hasta los confines de la tierra, convirtiéndose así en portadores de la gran luz de la fe. Pero ahora el fuego parece extinguirse y la creciente apostasía se manifiesta también oscureciendo las legislaciones de las naciones.

Así, en el mundo moderno nos encontramos con un olvido de Dios de inmensa magnitud. Muchas personas viven como si Dios no existiera. La oscuridad aumenta tanto más cuanto más los misioneros pierden su fuerza de convicción y se adaptan a la mentalidad del mundo.

Si los misioneros ya no ponen en el centro de la evangelización el encuentro con el Dios vivo y ya no están movidos por la convicción de que todos los hombres deben conocer a Cristo y abrazar la fe, entonces ya no son mensajeros del Evangelio para las naciones, sino que sus voces se extinguen. Entonces los pueblos ya no experimentan “qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación” (Is 52,7); sino que se los deja a merced de su propio destino.

Como consecuencia de la apostasía y el olvido de Dios, la vida humana a menudo ya no es entendida como un don gratuito que el Creador le encomienda al hombre y por el que éste tendrá que rendirle cuentas. Así se ha llegado al incomprensible crimen del aborto, a la matanza de incontables niños inocentes en el vientre de sus madres, que en muchas naciones se ha convertido en una normalidad, hasta el punto de querer declararlo como un derecho.

Si a esto añadimos las numerosas injusticias, la corrupción, la inmoralidad y tantas otras desviaciones del camino de Dios y de sus mandamientos, podremos hacernos una idea de la densa oscuridad que se cierne sobre el mundo.

La creciente apostasía de las naciones anteriormente cristianas y el debilitamiento interior y exterior de la Iglesia, propician la expansión de un espíritu anticristiano. Éste ya no se contenta con socavar la fe y los principios cristianos, intentando modelar el mundo de acuerdo a otros criterios; sino que ahora se vuelve cada vez más agresivo. Aquellas personas que se aferran a la fe y defienden los valores morales que derivan de ella, corren peligro de ser marginalizadas y tienen que retirarse al desierto, espiritualmente entendido.

“La oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos…”

Si los hombres no observan los mandamientos de Dios, eligen la muerte. Ya el Pueblo de Israel fue puesto ante esta decisión en el Monte Sinaí: “Mira, hoy pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Si escuchas los Mandamientos del Señor tu Dios (…), vivirás (…). Pero si tu corazón se desvía (…), yo os declaro que pereceréis sin remedio.” (Dt 30,15-18).

¿Es que la humanidad hoy escogerá el sendero de la muerte? ¡Cada uno tiene que decidirse!

Las sombras de la crisis del Covid

Una sombra de inmensa magnitud sobrevino al mundo en el año 2020, con un acontecimiento que hasta el día de hoy no se ha superado ni se han medido todas sus consecuencias. Esta sombra se relaciona con el brote del coronavirus, que fue declarado por la OMS como una “pandemia”; es decir que fue considerado como una amenaza para la humanidad entera.

Para la mayoría de personas, fue un acontecimiento que irrumpió fuerte e inesperadamente en sus vidas. Muchos gobiernos reaccionaron con medidas de prevención que, en gran parte, eran como una copia de las medidas tomadas en China, donde se produjo el brote del virus, extendiéndose desde allí a los otros países del mundo.

El 24 de enero de 2020, nuestra colaboradora china me había escrito el siguiente mensaje:

“Querido Hno. Elías, mañana es el Año Nuevo chino, y muchas zonas del país están en riesgo de ser infectadas por el nuevo virus. La mayoría de las iglesias están acatando la orden del gobierno de no celebrar Santas Misas públicas.”

Poco tiempo después, los gobiernos de casi todos los países del mundo respondieron a esta potencial amenaza con una serie de medidas que resultan cada vez más cuestionables, una vez recuperada la calma tras el shock inicial ante la aparición de este virus. Empezó con los así llamados confinamientos, que restringieron drásticamente la libertad de movimiento de los ciudadanos y acarrearon graves consecuencias para las personas, tanto a nivel psicológico como económico. Se prohibieron los contactos sociales normales y el rostro de las personas fue desfigurado por el uso obligatorio de mascarillas. Incluso los niños tenían que adaptarse a este escenario tan extraño.

Algunas voces empezaron a alzarse, poniendo en duda estas drásticas medidas y señalando las consecuencias negativas que traerían consigo. Pero no se les prestó oído. Las iglesias acataron sin crítica las órdenes gubernamentales, de modo que nos encontramos con templos cerrados y una Plaza de San Pedro alarmantemente desolada en Roma. Todos estos escenarios parecían irreales. Pero la sombra de esta crisis siguió extendiéndose y empezó a sofocar la vida normal.

Rápidamente se puso en marcha la producción de una vacuna y, al considerar a este virus como una pandemia, incluso se acortó significativamente la fase de prueba prescrita. Algunos atentos observadores mencionaron que los ensayos que se había hecho anteriormente en animales con estas vacunas de ARNm habían sido tan negativos que no se las había podido sacar al mercado. Pero ahora todos estos criterios ya no contaban. En vistas de una amenazante pandemia, todo parecía ser permitido. Las autoridades sanitarias, los políticos, los medios de comunicación, los líderes religiosos y los más diversos grupos sociales anunciaron al unísono que la vacunación mundial sería la única salida de la crisis.

¿Una vacunación mundial a la que tendrían que someterse todas las personas? A más tardar a estas alturas deberían surgir cuestionamientos…

Empezó entonces la campaña de vacunación con un carácter casi eufórico… Parecía haberse encontrado la solución. ¡Pero no lo fue! La vacuna no protegió a las personas del contagio ni tampoco de transmitir el virus a otros. Por lo tanto, fue un engaño.

Hubo personas religiosas que hicieron énfasis en el hecho de que estas inyecciones estaban indirectamente vinculadas con el aborto, y no quisieron someterse a ellas por motivos de conciencia. Estos fieles tuvieron una lucha dura, porque desde la cabeza de la Iglesia les llegaba una presión moral indirecta, insistiendo en que vacunarse sería un acto de amor al prójimo. Pero no lo fue… ¡Fue nuevamente un engaño!

Hubo presión por parte de los gobiernos, la sociedad, los familiares y las autoridades religiosas. Los que se negaban a vacunarse no pocas veces fueron marginados, y a menudo se restringieron sus libertades civiles o incluso fueron privados de ellas.

¿Eran medidas justificadas? ¡No! ¿Medidas injustas? ¡Sí!

Fue un engaño…

Hubo científicos renombrados que advertían cada vez más de estas inyecciones. No se les quiso escuchar, sino que se los tachó de conspiracionistas y a algunos incluso se les impidió seguir ejerciendo su profesión. Muchas personas no vacunadas fueron despedidas de sus trabajos.

Los medios de comunicación y los gigantes tecnológicos hicieron todo lo posible por silenciar cualquier punto de vista que difiriese de la narrativa oficial. No debía escucharse que la vacuna no cumplió lo prometido. No debía salir a la luz que muchas personas sufrían efectos secundarios tras haberse vacunado, que el número de muertes relacionadas con la vacuna iba en aumento, que personas jóvenes y sanas, incluidos atletas de alto rendimiento, morían inesperadamente a causa de ataques cardíacos… No se quería y no se quiere escuchar hasta ahora…

En algunos países se prohibieron además los tratamientos alternativos, que eran muy eficaces para contrarrestar la enfermedad. A quienes veían que algo no estaba bien con todas estas medidas, no les quedaba otra opción que buscar medios alternativos para advertir a las personas sobre las consecuencias, lo que a menudo implicaba riesgos para ellos.

Gracias a Dios, fue aumentando el número de los que ofrecían resistencia. Por cada persona que lo hizo uno puede estar agradecido. También en la Iglesia se alzaron unas pocas voces, que se distinguían de aquellos que simplemente seguían la opinión políticamente correcta.

Lamentablemente esta sombra aún no se ha disipado, sino que sigue habiendo planes de coaccionar indirectamente a las personas para que se unan a este experimento de vacunación masiva. Los responsables aún no han admitido su error y son muchos los que les siguen. Así, surge una especie de ceguera, que hace que no se quiera escuchar ninguna otra opinión que podría poner en duda la forma de lidiar con este virus.

Pero, ¿qué hay detrás de una obstinación tal, si se ha visto que esta inyección y muchas otras medidas tomadas no sólo no son provechosas, sino que incluso son un riesgo para la salud? ¿Por qué se sigue llevando adelante esta agenda?

Podríamos decir que esta inyección resulta contraria a la razón y, para algunas personas de fe, también contraria a la conciencia.

Lo único que se puede aconsejar es que cada uno investigue bien en qué consiste esta “vacuna”, para no seguirse sometiendo a una y otra dosis y caer así en dependencia de la industria farmacéutica y de ciertos poderes políticos.

Si buscamos nuestro refugio en Dios, recibiremos la claridad necesaria. No debemos convertirnos en prisioneros de esta situación apocalíptica, sino conservar nuestra libertad y afrontar las circunstancias a la luz de Dios.

Aunque se trata sin duda de densas tinieblas, éstas no deben llevarnos a la rendición, a una actitud fatalista, como si no pudiéramos defendernos de ellas. También debemos tener en claro que, detrás de toda la oscuridad del alejamiento de Dios, están los poderes de las tinieblas, que quieren apartar a los hombres del camino del Señor o, al menos, dificultárselo.

Precisamente aquí viene en nuestra ayuda la fe, y el Señor nos da la clave cuando, tras haber anunciado todos los “dolores de parto” que precederán a su Segunda Venida, dice a sus discípulos: “Cuando comiencen a suceder estas cosas, erguíos y levantad la cabeza porque se aproxima vuestra redención” (Lc 21,28).

Entonces, ¡levantemos la cabeza! Dios no permite que la oscuridad se expanda sin incluirla al mismo tiempo en su plan de salvación. Por eso, debemos procurar ver desde la perspectiva de Dios la oscuridad que se cierne sobre los pueblos. Entonces comprenderemos inmediatamente que ésta proviene del hecho de que los hombres han abandonado el camino de Dios. Desde esta perspectiva, tendremos la clave para entender los acontecimientos y responder adecuadamente a ellos.

Así como a nivel personal nuestra vida cae bajo el dominio del mal cuando transgredimos los mandamientos de Dios, así sucede también en la vida de las naciones.

Pero, para adquirir una visión realista de la situación actual del mundo, es necesario echar una mirada a la crisis en nuestra Santa Iglesia.

Las sombras se ciernen sobre la Santa Iglesia

Resulta evidente que vivimos en tiempos apocalípticos, en los que la influencia anticristiana ha penetrado profundamente en la sociedad y, por desgracia, también en nuestra Iglesia. Esto es particularmente trágico, pues la Iglesia debería ser el baluarte espiritual del que habría de venir la mayor resistencia. Sin embargo, actualmente se escucha muy poco en ella el llamado a la conversión y a la penitencia, y hacen falta claras instrucciones para los fieles sobre cómo hacer frente a esta influencia anticristiana. Uno se plantea la cuestión de si la jerarquía de la Iglesia está siquiera identificando a los poderes anticristianos como tales. Desgraciadamente, se tiene la impresión de que ya no se está aplicando debidamente el discernimiento de los espíritus, que sería tan necesario en estos tiempos, y que la Iglesia ha perdido en gran medida su dimensión profética.

En la actualidad, aquellos que enseñan cosas contrarias a la doctrina de la Iglesia y ponen en duda su enseñanza moral en puntos básicos, pueden moverse libremente en el “suelo eclesiástico”, sin ser corregidos; mientras que aquellos que quieren permanecer fieles a la Tradición y a la doctrina son fácilmente marginados. En este Pontificado se ha emprendido un rumbo que se pretende legitimar con el Concilio Vaticano II y el así llamado “espíritu del Concilio”. Sin embargo, se despoja cada vez más a la Esposa de Cristo de su belleza y trascendencia. Bajo la premisa de la inclusión, quieren dar cabida a todo en la Iglesia, pero no se dan cuenta de que también están abriendo de par en par sus puertas para que penetre en ella el espíritu anticristiano, que infecta al Cuerpo místico de Cristo.

Es importante no cerrar los ojos cuando los lobos irrumpen en el rebaño y sólo quedan pocos pastores para proteger a las ovejas que les fueron confiadas.

La apertura casi ilimitada frente al mundo y sus instituciones hace que, por ejemplo, la autoridad suprema de la Iglesia exhorte a los fieles a someterse a las Naciones Unidas, a la OMS, al Parlamento Europeo; instituciones cuyas políticas tienen una tendencia fuertemente anticristiana. Tales enunciados resultan desconcertantes, sobre todo si se considera que estas instituciones fomentan políticas contrarias a la vida, y, por tanto, contrarias a la misión y a los principios de la Iglesia.

“Mira: la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, pero sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece” (Is 60,2).

Si ahora ya nos vemos confrontados a estas tinieblas, también se cumplirá la segunda parte de esta palabra de Isaías: “Sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece”. Precisamente en estos tiempos apocalípticos se nos exhorta a ser luz del mundo (Mt 5,14). Los tiempos de oscuridad deben suscitar resistencia de nuestra parte, y hemos de deshacernos de toda tibieza para poder ser instrumentos del Señor. No debe intimidarnos el hecho de que sólo unos pocos reconozcan realmente la gravedad de la situación.

La fidelidad al Evangelio y a la auténtica doctrina de la Iglesia es un requisito indispensable para contrarrestar los poderes de las tinieblas. Aquí ya no valen las medias tintas. El Señor quiere hacer brillar su luz a través de nuestra vida. La preocupación por la humanidad y el sufrimiento ante el estado actual de la Iglesia no deben abatirnos, sino que han de empujarnos a aferrarnos aún más al Señor.

Como fieles estamos llamados a responder en tres niveles a esta crisis en el mundo y en la Iglesia:

  • Rezar con perseverancia por la conversión de los hombres y aprovechar cada oportunidad que se presente para anunciar el Evangelio. Esto incluye también los pequeños sacrificios que podamos ofrecer por esta causa. Debemos saber que, con cada persona que se convierte al Señor, le habrá sido arrebatada una presa al reino de las tinieblas. Además, esta persona empezará a servir al Señor e intentará, por su parte, llevar a más personas a Cristo.
  • Profundizar día a día nuestra propia conversión e intensificar nuestra oración. Cuanto más cabida le demos al Señor para que Él habite en nuestro corazón, tanto más fructífera será nuestra vida, y el amor de Dios podrá llegar a los hombres a través nuestro.
  • A sabiendas de que, a fin de cuentas, son los espíritus del mal quienes están detrás de todas las tinieblas, hemos de emprender conscientemente el combate contra ellos y ofrecerles resistencia.

Una luz en medio de la oscuridad

En medio de la oscuridad, brilla una luz… Es la luz resplandeciente de la fe, que nos guía a través de las tinieblas actuales. La fe no se deja perturbar, sino que sigue alabando la Venida de Cristo, su Nacimiento en Belén. Esta misma fe nos hace vigilantes para no pasar por alto los signos de los tiempos y estar preparados para el Retorno de Cristo.

La Sagrada Escritura nos enseña que la Segunda Venida de Cristo estará precedida por la manifestación del Anticristo (2Tes 2,3). Pero, así como desconocemos el día y la hora del Retorno del Señor, tampoco sabemos el momento en que aparecerá el Anticristo, aquel que pretenderá sentarse en el Trono de Dios (2Tes 2,4). Sin embargo, la oscuridad actual con su carácter anticristiano debería sacudirnos y despertarnos para asumir el lugar que Dios nos ha asignado en el combate espiritual.

La confusión de estos tiempos nos enseña a depositar toda nuestra confianza en Dios, en lugar de ponerla en los “príncipes, seres de polvo que no pueden salvar” –como nos dice el salmo (Sal 145,3). ¡Dios es la única seguridad! Este paso de fe de abandonarse solamente en Él, será una gran luz en la vida de los fieles y los librará del peligro de buscar su seguridad allí donde jamás podrá encontrársela.

Nosotros, los fieles, debemos armarnos de valor y vivir y defender la belleza y claridad de nuestra santa fe católica. Por amor a Dios y a los hombres tenemos que dar testimonio. La humanidad lo necesita para entrar en contacto con la luz que brilló sobre Belén cuando el Señor vino al mundo, y para encontrar la fe en Él.

En el combate espiritual que estamos llamados a librar contra los poderes de las tinieblas, nos ayudará aferrarnos a estos cuatro pilares que nos señalan una clara dirección:

  • Permanecer fieles a la auténtica doctrina de la Iglesia, sin dejarnos contagiar por ningún modernismo que oscurezca la clara luz de esta doctrina.
  • Vivir y defender la enseñanza moral de la Iglesia, sin dejar que sea alterada o relativizada.
  • Permanecer fieles a la misión que Jesús confió a la Iglesia, es decir, anunciarlo a Él como el único Salvador de la humanidad. En ningún diálogo con otras religiones puede pasarse por alto esta verdad, si se lo quiere hacer conforme a la Voluntad de Dios.
  • Luchar sinceramente por la santidad.

Si interiorizamos estos cuatro pilares y nos atenemos a ellos, tendremos nuestro cimiento firme sobre la roca de la Iglesia y podremos hacer frente a los espíritus del mal con la fuerza del Señor.

La relación profunda con la Virgen María, la “vencedora en todas las batallas” nos mostrará exactamente por cuáles virtudes hemos de luchar, virtudes que amenazan a los poderes del mal en su arrogancia: la humildad, la pureza, la sencillez de corazón…

Del arsenal de la Iglesia podemos extraer un sinnúmero de armas: el Santo Sacrificio de la Misa, el Santo Rosario, las gracias sacramentales, el breviario, oraciones de reparación, letanías, la oración del corazón, entre muchas otras. Todos estos tesoros nos servirán como armas espirituales contra la maldad de las tinieblas.

Aunque seamos un pequeño rebaño –y tenemos que irnos acostumbrando a esta perspectiva en relación a la Iglesia militante–, es éste el ejército del Cordero (cf. Ap 7,9), que permanece del lado del Señor cuanto éste triunfa sobre todo lo que se opone al amoroso reinado de Dios. En vista de la fidelidad y entrega de los suyos, el Señor protegerá a su Iglesia y no la dejará a merced de sus enemigos, ya sean de fuera o de dentro. Aunque la serpiente levante su cabeza en medio de la Iglesia, intentando proliferar el veneno de la falsa doctrina y praxis, será derrotada por aquella que la pisoteará (Gen 3,15). Con paciencia y confianza esperaremos su triunfo.

El tono serio de estas meditaciones se debe a la gravedad y a la dimensión apocalíptica del tiempo actual. No obstante, la vigilancia y la alegría se complementan bien. Una y otra vez la Sagrada Escritura nos exhorta a la sobriedad y a la vigilancia (1Pe 5,8). No debemos embriagar nuestros sentidos ni con bebidas ni con ilusiones de cualquier tipo. El Señor nos guiará y sostendrá en estos tiempos, y nosotros estamos a llamados a serle fieles hasta la muerte (Ap 2,10).

“La alegría del Señor es nuestra fuerza” (Neh 8,10).