Una confesión adecuada

Dn 9,4b-10 

“¡Señor, Dios grande y terrible, que mantienes la alianza y la fidelidad con los que te aman y cumplen tus mandamientos! Hemos pecado, hemos cometido iniquidades y delitos y nos hemos rebelado, apartándonos de tus mandamientos y preceptos. No hemos escuchado a tus siervos los profetas que hablaban en tu nombre a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros antepasados y a toda la gente del país.

“Tú, Señor, eres justo; a nosotros hoy nos humilla la vergüenza, igual que a los hombres de Judá, a los habitantes de Jerusalén y a todos los israelitas, próximos y lejanos, en todos los países donde tú los dispersaste a causa de las infidelidades que cometieron contra ti. Yahvé, a nosotros nos humilla la vergüenza, como a nuestros reyes y antepasados, porque hemos pecado contra ti. El Señor nuestro Dios es compasivo y misericordioso, aunque nos hayamos rebelado contra Él y no hayamos escuchado la voz de Yahvé nuestro Dios ni seguido las leyes que nos dio por medio de sus siervos los profetas.”

La lectura de hoy nos presenta una de las grandes plegarias de la Sagrada Escritura. Daniel había investigado en las Escrituras el tiempo que duraría la ruina de Jerusalén, según lo que el Señor había dicho por boca del profeta Jeremías: eran setenta años (Dan 9,2). Por tanto, rezaba por su pueblo y pronunció esta confesión que hoy hemos leído.

Esta oración nos enseña la actitud correcta con la que hemos de acercarnos a Dios. Daniel no encubre nada; sino que pronuncia claramente la culpa que Israel cargó sobre sí. Antes de esto, había ayunado, se había vestido con un saco y se había echado ceniza, humillándose así ante el Señor (Dan 9,3).

En una auténtica y humilde confesión, no nos justificamos ni defendemos nuestra transgresión. Hoy en día, no es inusual que uno se justifique, enumerando las razones que nos llevaron a cometer esto o aquello. La conciencia del pecado se desvanece cada vez más, y en lugar de ella aparecen las explicaciones que, de una u otra forma, nos excusan o  incluso nos quitan toda nuestra culpabilidad. Desgraciadamente, se pierde así un aspecto esencial de una verdadera confesión: el arrepentimiento.

El arrepentimiento es el que nos derrite por dentro; es el que vence nuestro orgullo. En cada pecado está implicado el orgullo, en menor o en mayor grado, pues la transgresión de las leyes divinas es siempre una forma de atribuirnos a nosotros mismos el poder de decidir lo que creemos que nos conviene, dejando de regirnos según las normas divinas.

La oración que nos presenta la lectura de hoy es un total despojo de esta postura de orgullo. La grandeza y fidelidad de Dios se contraponen al comportamiento pecaminoso de Israel: “¡Señor, Dios grande y terrible, que mantienes la alianza y la fidelidad con los que te aman y cumplen tus mandamientos!” Precisamente al acentuar la rectitud del actuar de Dios, queda de manifiesto la propia infidelidad.

Esto podemos aplicarlo también para nosotros, si queremos hacer una buena confesión con verdadero arrepentimiento. No se trata sólo de ver nuestros pecados, sino de ponerlos en relación con el inmenso amor que el Señor nos tiene.

Una historia de santa Teresa de Ávila nos cuenta que, estando ya en el monasterio, conservaba aún algunos comportamientos mundanos, poco apropiados para la vida espiritual. Un día, mientras contemplaba la Cruz de Cristo, escuchó su voz que le decía: “Mira lo que yo he hecho por ti. Y tú, ¿qué harás por mí?” Desde ese instante, dejó toda actitud mundana y asumió con toda seriedad el seguimiento de Cristo.

Esta forma de reconocer nuestra culpa nos ayuda en dos sentidos. Por un lado, podemos ser más profundamente tocados por el amor de Dios ­–como en el caso de santa Teresa–, y así arrepentirnos con más facilidad. Por otro lado, nuestro examen de conciencia lo haremos ante el Dios de amor, de modo que la culpa no nos aplaste y podamos decir con Daniel: “El Señor nuestro Dios es compasivo y misericordioso.”

Daniel ora por su Pueblo y se incluye a sí mismo en la culpa de su Pueblo, pues habla en nombre de ‘nosotros’. ¿Podremos también nosotros hacer esto, aunque no seamos profetas como Daniel?

En primera instancia, debemos cobrar consciencia de que, por el bautismo, hemos sido hechos partícipes de la misión de Cristo, quien vino a saldar la deuda del mundo, mediante Su Pasión y Su Cruz (cf. Col 2,14). Cada vez que el sacerdote ofrece el Sacrificio de Cristo en la celebración eucarística, podemos unirnos a este acto.

Además, podemos también pedirle a Dios perdón por los pecados del pueblo. En efecto,  sigue estando presente en nuestra Iglesia la conciencia de reparar y hacer penitencia en representación de otros.

La oración de Daniel nos invita a reconocer con sinceridad nuestros pecados ante un Dios lleno de bondad. Además, nos sensibiliza a tomar conciencia de todo el pecado que sucede a nuestro alrededor, que es un gran peso para un entero pueblo, en cuanto que obstaculiza que la gracia de Dios actúe libremente, y el pueblo acarrea sobre sí las consecuencias del alejamiento de Dios.

La conversión de una persona no sólo es importante para ella misma; sino también para la Iglesia entera y para toda la humanidad. Si ella se convierte en una luz, ayudará también a aquellos otros que están “en tinieblas y en sombra de muerte” (Lc 1,79).

La sincera confesión ante Dios, de la mano con la responsabilidad espiritual que hemos de asumir por todos los hombres, se convierte en una importante tarea, tanto para conducir nuestra propia situación de vida a la verdad de Dios; como para colaborar en que también en otras personas se establezca este orden que viene de Dios.

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