Solemnidad de la Asunción de María al cielo

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María asunto a los cielos en cuerpo y alma…

1Cor 15,20-27a

Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron. Porque, así como por un hombre vino la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida. Entonces llegará el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad. Cristo debe reinar hasta que Dios ponga a todos sus enemigos bajo sus pies; y el último enemigo en ser destruido será la Muerte. Porque Dios ha sometido todo bajo sus pies.

Hoy celebramos llenos de gozo la Asunción de María a los Cielos, pues, conforme a lo que nos enseña el auténtico Magisterio de la Iglesia, la Virgen fue recibida en cuerpo y alma en el Cielo. Esto significa que ella participa ya plenamente en la Resurrección de los muertos, puesto que Ella está unida a Cristo de forma eminente.

Este dogma de la Iglesia nos confirma en la certeza de que también nosotros seremos recibidos en cuerpo y alma en el cielo, si permanecemos en la gracia de Dios y tenemos así parte en la Resurrección de la carne, al final de los tiempos.

La resurrección espiritual, por así decir, sucede ya antes, cuando abandonamos el camino del pecado, recibimos los sacramentos de la Iglesia y anhelamos las cosas de arriba, como vivamente nos lo recomienda San Pablo (cf. Col 3,1). Entonces la vida divina, que es imperecedera, puede empezar a expandir su luz y, de alguna manera, nos convertimos en “hombres escatológicos”, en “signos del futuro”, pues Dios ha dispuesto a todos los hombres para la resurrección, y el Señor prometió a sus discípulos que les prepararía las moradas en el cielo (cf. Jn 14,2).

El último enemigo del hombre es la muerte, que es el salario del pecado. Así que lo primero que debe ser combatido el pecado, aquel enemigo que está siempre a nuestro acecho, y del que podemos defendernos únicamente en Cristo. Luego cooperamos también con el Espíritu Santo, quien además quiere sanar y purificar en nuestro interior las consecuencias que ha marcado el pecado.

Una vez que vayamos venciendo la muerte espiritual y las consecuencias del pecado, a través del perdón de las culpas que el Señor nos concede y a través de nuestra sincera conversión y camino de santificación, todavía nos queda enfrentarnos a la muerte corporal. Pero San Pablo nos llena de esperanza, cuando exclama: “¿Dónde está, oh muerte,tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1Cor 15,55)

El aguijón de la muerte, aquella venenosa espina, ha sido removida. La muerte, aunque no deje de ser enemiga, ha sido “desintoxicada”. Para los fieles, la muerte ya no es solamente la última consecuencia de la caída en el pecado; ni es simplemente el término de una existencia sin sentido; ni es un sumergirse en la nada, en lo desconocido… Para él, la muerte es el retorno a Dios y el paso a la eternidad.

¡Todo esto nos dice la grandiosa fiesta que hoy celebramos! La Virgen he llegado a su hogar, en Dios, en la eternidad, y se preocupa de que los hombres –sus hijos- encuentren también el camino a su hogar imperecedero. Una madre creyente, mientras viva, no dejará de suplicar por la salvación del alma de sus hijos. ¡Y cuánto más lo hará María, la Madre del Señor, que quiere tenernos junto a Dios y junto a Ella!

Con justa razón, muchas personas se dirigen a la Madre de Dios y tienen gran confianza en Ella. Sin duda la Virgen María se ocupa de todo tipo de necesidades. Pero hemos de contemplarla sobre todo como una madre espiritual, que nos introduce en la escuela del seguimiento de su Hijo, en la escuela de la confianza ilimitada en Dios y en Sus sendas, en la escuela de la escucha e interiorización de la Palabra de Dios. Recordemos los pasajes del Nuevo Testamento que nos la presentan como modelo.

El ángel Gabriel se encuentra con una virgen llena de confianza, que acoge de buena gana y con amor el mensaje de Dios (cf. Lc 1,26-28). La pregunta de María acerca de cómo realizará Dios aquel milagro en Ella, no está marcada ni por la desconfianza ni por el temor. Por el contrario, es la pregunta de un corazón abierto y entregado, que pide una directriz de parte de Dios; es una pregunta que brota de un corazón puro. Y ahora Ella quiere introducirnos en esta escuela de confianza, para que aprendamos a abandonarnos sin reservas en los planes de Dios. Cuando le preguntemos a Dios cómo sucederá aquello que humanamente no nos podemos imaginar, esta pregunta ha de brotar de una aceptación del actuar de Dios; y jamás debe ponerlo en tela de duda. Para llegar a esta actitud de apertura frente a Él, hace falta trabajar en nuestro corazón, para lo cual contamos con todo el apoyo de la Virgen.

Tomemos un segundo ejemplo, para honrar a nuestra Madre. Se trata de aquella escena que nos muestra a María, junto a José, preocupados en la búsqueda de su Hijo, encontrándolo finalmente en el templo de Jerusalén, en conversación con los doctores de la ley (cf. Lc 2,42-51). La respuesta que Jesús le dio, cuando Ella le expresó su preocupación, fue esta: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?” Y la reacción de María fue la de guardar y mover en su corazón las palabras de su Hijo.

Abandonémonos en la Virgen María, y entonces Ella nos enseñará a interiorizar las Palabras del Señor o las circunstancias que Él nos pone, aun si no las entendemos inmediatamente. No es en primera instancia la razón la que nos permite comprender las Palabras del Señor; sino la atenta escucha, el moverlas en el corazón, dejando así que obre el Espíritu, quien, en el momento dado, iluminará también al entendimiento.

¡Gracias a Dios por habernos regalado a la Virgen María como Madre! ¡Gracias porque Ella acompaña nuestro camino y nos ofrece toda la ayuda necesaria para que lleguemos ahí donde Ella mora en incomparable gloria! Dios mismo se abandonó en Ella, y nos invita a que también nosotros lo hagamos.