Seguir el impulso de la gracia

Mt 13,10-17 

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los discípulos y le preguntaron: “¿Por qué les hablas en parábolas?” Él les respondió: “A vosotros se os ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque mirando no ven, y oyendo no oyen ni entienden.

“En ellos se cumple la profecía de Isaías: ‘Oír, oiréis, pero no entenderéis; mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos y han cerrado sus ojos; no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane.’ ¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.”

Cuando leemos el evangelio de hoy, tal vez nos resulte difícil de comprender por qué “a quien tiene se le dará; pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene.” Sin embargo, podremos entender estas palabras al considerarlas en relación con el amor.

El misterio del amor radica en que crece en la medida en que le demos espacio y lo pongamos en práctica; mientras que disminuye cuando no respondemos a las invitaciones del amor. Del mismo modo, el corazón se llena cada vez más del Espíritu Santo cuando seguimos los impulsos de la gracia; mientras que se enfría y se cierra cuando resistimos a ellos o simplemente los dejamos pasar. En este último caso, en lugar de que aumente cada vez más en el corazón la capacidad de amar y le resulte cada vez más fácil cumplir la Voluntad de Dios, todo se vuelve pesado y nos cuesta hacer esfuerzos por obedecer concretamente al Señor.

Este enfriamiento puede llegar hasta el punto de que ya no nos interese siquiera saber qué es lo que Dios quiere de nosotros; y permanecemos únicamente atrapados en nuestros propios intereses. Esto puede suceder fácilmente cuando un(a) religioso(a) abandona su vocación. Puede llegar a tal grado de indiferencia que aquel fuego que lo había llamado a consagrarse totalmente al Señor quede apagado o reducido a una diminuta llama.

Por eso es tan importante que no descuidemos nuestro camino de seguimiento de Cristo y que nos fortalezcamos constantemente a través de la oración, la recepción de los sacramentos, el estudio de la Palabra de Dios y las buenas obras. Si hacemos esto, nuestro amor crecerá y Dios añadirá cada vez más. En otras palabras, el amor de Dios podrá desplegarse ampliamente en nosotros, y la medida de nuestro amor podrá crecer, superando con creces nuestra capacidad humana.

Concretamente, en el evangelio de hoy se hace alusión al Pueblo de Israel. Jesús se dirige a este pueblo, que tanto ha recibido de parte de Dios. Había sido elegido y bendecido entre todos los pueblos, incluso antes de la venida del Mesías, pero más aún cuando Jesús, el Hijo de Dios, fue enviado a Israel. Sin embargo, como testifica el evangelio, fueron pocos los que tuvieron la disponibilidad de acoger esta enorme gracia. El corazón del Pueblo estaba endurecido, ciertamente ya desde antes de la venida del Señor. La profecía de Isaías que Jesús cita aquí habla de un corazón embotado y de oídos duros (cf. Is 6,10). ¡Esto apunta a un progresivo endurecimiento del corazón!

¿Cómo podríamos aplicar estas palabras a la realidad actual? Un ejemplo de este endurecimiento es la descristianización que se está difundiendo rápidamente en muchas naciones. Cuanto más se prolifera el pecado y cuanto menos se observan los mandamientos de Dios, tanto más se endurecerán los corazones frente al mensaje del evangelio, más se cerrarán los oídos y menos verán los ojos espirituales, hasta llegar a una ceguera espiritual. La luz de la fe se va desvaneciendo y, en su lugar, aparece el espíritu de confusión. Pensemos, por ejemplo, en las absurdas teorías de la ideología de género, que está siendo incluida en la agenda política de no pocos estados. Está tan lejos de la verdad que cualquier persona sensata debería cuestionarse cómo es posible siquiera plantearse semejante locura. Pero la ceguera ha llegado a tal nivel que ya no se percibe lo absurdo de esta ideología.

¡Qué infinitamente valiosa es, en cambio, la luz de la fe! Nos hace capaces de oír y de ver, y nos concede el espíritu de discernimiento: ¿qué es lo que procede de Dios y qué es lo que no viene de Él?, ¿dónde está la verdad y dónde el error? Quizá no estamos lo suficientemente conscientes de la enorme gracia que significa vivir en esta luz. Esforcémonos día a día para que esta luz no se opaque en nosotros, de manera que podamos ayudar a otros a encontrarse con Aquél que dijo de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12)

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