Sal de la tierra y luz del mundo

Mt 5,13-16

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada fuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino en el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en los cielos.”

¡Qué tremenda es esta palabra del Señor! ¡Qué gran reto representa para nosotros los cristianos! Ambas comparaciones, tanto la sal como la luz, apuntan al mismo objetivo: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en los cielos.”

Sabemos bien que la sal es la que le da gusto a la comida. Sin sal, a menudo queda desabrida. Entonces, nosotros somos sal de la tierra cuando hablamos de la verdad y damos testimonio de ella. Existen incontables opiniones y puntos de vista, pero todos ellos adquieren su valor únicamente en la medida en que se acerquen a la verdad y sean tocados por ella.

En el ámbito natural, podemos comprenderlo fácilmente. Cuando captamos la lógica inherente a las cosas y las tratamos de acuerdo a las instrucciones de uso, por así decir, entonces actuamos adecuada y correctamente. Sucede lo mismo en el campo espiritual. Dios nos dio inequívocamente los Diez Mandamientos como sólido fundamento de nuestra existencia. Si los cumplimos, alcanzaremos la vida eterna. Esto es lo que Jesús nos dice claramente (cf. Mc 10,17-19). En cambio, si nos desviamos de los Mandamientos, nuestra vida se descarrila y fracasa, aunque no lo notemos inmediatamente.

La verdad inherente de la vida está, entonces, en vivir conforme a la Voluntad de Dios. Cuanto más nos alejamos de Él, tanto más caemos en confusión sobre lo que es esencial y decisivo para la vida. Estas frases que he escogido son muy sencillas; es una simple verdad.

Sin embargo, no es suficiente con que nosotros conozcamos la verdad; sino que todos los hombres han de reconocerla gracias al anuncio de la Iglesia. Pero ¿es que en nuestro tiempo aún se anuncia lo suficiente la verdad? ¿Seguimos dando testimonio de ella en un mundo que paulatinamente deja de considerar todos los Mandamientos de Dios como universalmente válidos? ¿Todavía nos atrevemos a llamar al pecado por su nombre y a señalar las razones por las cuales la vida humana fracasa? ¿O es que la sal se ha vuelto insípida? ¿Será que también en la Iglesia empezamos a hablar al modo del mundo y a adaptarnos a él? ¿No es así como la sal se vuelve desabrida y es pisoteada por los hombres? Si fuese así, entonces el mundo ya ni siquiera encuentra polémica con la Iglesia ni puntos para debatir, pues se habría vuelto tibia.

Por decirlo más claramente aún… Sabemos que Jesús, siendo el Hijo de Dios, es la Verdad en persona (cf. Jn 14,6), y que en ningún otro nombre hay salvación (cf. Hch 4,12). ¿Seguimos anunciando esta verdad objetiva con todo lo que implica? Ciertamente la fe no puede ni debe imponerse a nadie. Pero –eso sí­– le debemos a Dios y al mundo nuestro testimonio; de lo contrario, la sal se vuelve insípida.

Si hemos relacionado la sal con el anuncio de la verdad, podríamos asociar la luz con nuestro testimonio de vida, marcado por el amor. En efecto, el amor, que nos impulsa a los actos sobrenaturales, tiene un enorme resplandor y atracción. Su brillo no siempre tiene que ser público como un sol resplandeciente; sino que también puede actuar en lo oculto, sin por eso dejar de ser una luz puesta en el candelero. Puede tratarse de un médico que atiende a sus pacientes en el amor del Señor; o de una maestra que instruye con paciencia a sus alumnos; o de una madre que no se cansa de señalar a sus hijos el camino correcto. Si todo esto se lo hace en el amor del Señor, entonces el testimonio tiene fuerza en sí mismo; pero se hace aún más claro en el momento en que se establezca directamente la referencia a Dios.

Hace algún tiempo murió un hombre conocido en Alemania, que en su vida había hecho mucho bien y ayudado a las personas necesitadas. Por casualidad, escuché en la radio un programa dedicado a la vida de este hombre. El que hablaba era un amigo suyo, y mencionó que este hombre había sido católico. Aunque las palabras habían sido bien escogidas, algo faltaba, que no me dejaba del todo en paz. Después entendí qué era lo que había faltado. Si el amigo del difunto hubiera especificado que todo lo que él había hecho por los refugiados había sido gracias a la fuerza que le dio la fe católica, entonces el testimonio hubiera sido más transparente para Dios. Quizá entonces alguno de los oyentes habría prestado atención y habría empezado a reflexionar sobre la fe.

No estamos llamados a ser luz para nosotros mismos; sino como testimonio de Aquél que es la verdadera luz (cf. Jn 8,12). Las obras buenas las hacemos porque Dios nos da la fuerza y la gracia para ello, y nosotros simplemente cooperamos. Si no señalamos a Dios como la fuente y el origen de todo bien, le falta algo fundamental a nuestro testimonio y queda incompleto. Las personas no deben quedarse en nosotros y admirarnos por nuestras obras, sino que han de alabar a nuestro Padre que está en el cielo.

El anuncio de la fe y las obras; la verdad y el amor; la sal y la luz van juntas. Pidámosle al Señor la gracia de jamás volvernos tibios, pues entonces dejaremos de ser tanto lo uno como lo otro.

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