QUE TODOS SEAN UNO

En realidad, uno pensaría que en todas aquellas partes del mundo que han sido bendecidas con el anuncio de la fe cristiana, así como las regiones marcadas por el judaísmo y aquellas otras donde se tiene conocimiento de las escrituras del Antiguo Testamento, se debería reconocer a Dios como amoroso Padre.

Ciertamente en parte sucede así… Pero ¿será que este conocimiento llega hasta lo más profundo? ¿Realmente el encuentro con Dios es la experiencia que regocija el corazón y que todo lo impregna; la experiencia que nos pone en marcha para hablarles de este Dios a todas las personas?

En el libro de Oseas (11,1.3-4) el Señor dice:

“Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Yo enseñé a Efraím a caminar, tomándole por los brazos, pero ellos no conocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer.”

Aún más evidentemente se manifiesta la paternidad de Dios en la venida de su Hijo al mundo: “El que me a mí, ve al Padre” (Jn 14,9)

¿Qué pasaría si los hombres se encontraran con Dios como Él es en verdad, si cobrasen consciencia de su amor paternal, si se superasen todas las falsas imágenes que aún se tienen de Él y las personas realmente entrasen en contacto con Él?

Ciertamente se volverían a Dios muchos que aún no lo conocen o que tienen concepciones equivocadas sobre Él. Se disiparía entonces la idea de un Dios excesivamente severo, pero también aquella imagen demasiado dulzona de Dios, que nos lo presenta como si nuestro Padre no se tomara en serio el pecado de los hombres.

Muchos retornarían a casa, dejando atrás los poderes de la oscuridad. La luz de Dios se difundiría y surgiría verdadera fraternidad entre los hombres, bajo la mirada amorosa del Padre Celestial.

¿Un sueño? ¿Una utopía?

¡No! Es esto lo que Dios quiere:

“Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21)