NO TEMAS A LA VEJEZ

“No temas a la vejez; Yo soy la eternidad” (Palabra interior).

La edad puede traer sabiduría. Cuando una persona ha madurado bajo la guía de Dios, también será capaz de transmitir esta sabiduría a otras personas. El Padre mismo se hace presente en ella. La mayor sabiduría consiste en hacer todo lo que Dios nos ha encomendado en esta vida con la mirada puesta en la vida eterna.

Siempre y cuando no echemos a perder el vestido de la gracia, el Padre transformará después de nuestra muerte nuestro cuerpo mortal: “En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad” (1Cor 15,53).

De alguna manera, se aplican también a nosotros estas palabras de la Carta a los Hebreos: “El cielo y la tierra perecerán, mas tú permaneces” (Hb 1,11).

Al envejecer, cada día que pasa nos acerca más a nuestro Padre Celestial, si permanecemos en su amor. Dios nos espera en la eternidad, mientras nos acompaña a lo largo de este tiempo. Así, la vejez se convierte en un privilegio: cada día estamos más cerca de la eternidad y partimos hacia Aquel de quien las Escrituras dicen:

“El cielo y la tierra envejecerán como un vestido; como un manto los enrollarás, como un vestido, y serán cambiados. Pero tú eres el mismo y tus años no tendrán fin” (Hb 1,11b-12).

En la eternidad el Padre nos dará la gracia de estar para siempre anclados en Él, sin que nada ni nadie –ni de dentro ni de fuera– puede separarnos ya de Dios. Estaremos firmes en Él. Ya no habrá tentaciones, ni incertidumbres, ni vacilaciones, ni enemigos. Hacia esta meta nos dirigimos y cada día estamos más cerca de ella.

Por tanto, no temamos a la vejez. Antes bien, pongámonos en manos de nuestro Padre, que, en su bondad solícita, está especialmente cerca de aquellos que tienen que recorrer el último tramo de sus vidas. Ya no falta mucho, y nos espera el gozo de la eternidad, en unión inquebrantable con nuestro Padre.