Nadie las arrebatará de mi mano

Jn 10,22-30

Se celebraba por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Jesús se paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón. Los judíos lo rodearon y le preguntaron: “¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente.” Jesús les respondió: “Ya os lo he dicho, pero no me creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas.

“Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno.”

Una vez más escuchamos a Jesús hablando de las ovejas que le han sido dadas por el Padre. Hemos de prestar mucha atención al énfasis que Jesús pone en que Él lo hace todo en obediencia del Padre, y que Sus obras dan testimonio de Él. Las ovejas le han sido dadas por el Padre, y el Padre es más grande que todos.

Si nos fijamos en el Nuevo Testamento, constataremos cuán importante es para el Señor glorificar al Padre y remitirlo todo a Él.

Hoy quiero centrarme en el siguiente aspecto del sermón de Jesús: “Nadie las arrebatará de mi mano”; y: “El Padre que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre”.

Dios conoce perfectamente la necesidad de protección que tenemos en este mundo. Él, más que nadie, ve los peligros que nos rodean. La seguridad más elemental la obtenemos a través de Su amor, que nos acepta y valora, y nos permite, por tanto, ser verdaderamente libres. Siempre y en todo lugar, Dios nos asegura Su amor, para que nuestra alma pueda abandonarse del todo en Él y deshacerse de aquella prisión que a menudo la oprime, creyendo que tiene que demostrar, tanto frente a sí misma como frente a los demás, que es digna de ser amada.

Otras inseguridades de nuestra vida se relacionan con peligros realmente existentes: guerras, catástrofes naturales, la violencia en tantos ámbitos de la vida humana… ¡Todos conocemos estos peligros! Además hay amenazas invisibles, provenientes de espíritus malignos (cf. Ef 6,12-13), y no pocas veces también amenazas de orden psicológico, sea en nosotros mismos o a través de otras personas.

Por eso el Señor nos asegura que nadie podrá arrebatarnos de Su mano. Además de asegurarnos Su amor, añade que siempre velará por nosotros, como lo hace un buen pastor con sus ovejas. ¡En esta seguridad podemos movernos, venga lo que venga!

Siempre existe el peligro de que los acontecimientos y experiencias negativas nos impacten demasiado y quieran dominar toda nuestra vida. Sabemos bien hasta qué punto los miedos pueden subyugarnos y atormentarnos: miedo a acontecimientos reales o imaginarios; o simplemente miedo a un futuro incierto.

A todo esto el Señor responde con su afirmación: el Padre, que es más grande que todos, nos sostiene seguros en Sus manos. Él tiene presente todo lo que se dirige contra nosotros –o parece dirigirse contra nosotros–, y es capaz de dirigir todas las situaciones en favor de Sus ovejas (cf. Rom 8,28).

Ciertamente se requiere confianza para creer y aferrarnos a estas palabras Suyas. ¡Pero en esta confianza podemos crecer! Una forma de hacerlo sería meditar profundamente estas palabras del Señor, repitiéndolas una y otra vez para que puedan penetrar en nuestro interior. En efecto, la Palabra de Dios tiene la fuerza para obrar, si le damos cabida para ello.

Luego, debemos aplicarlas concretamente en aquellas situaciones en que el miedo y la inseguridad quieran dominarnos. Precisamente entonces es importante recordar las palabras del Señor y aferrarnos a ellas. Podemos repetirlas en la mente o pronunciarlas en voz alta y hablar con el Señor sobre el tema… Aunque los sentimientos de temor no desaparezcan enseguida, se le pone un freno al “dinamismo” del miedo y se detiene aquel “tren oscuro del miedo”, que lleva cada vez más abajo.

Jesús quiere que nos dirijamos a Él cuando estemos en situaciones difíciles, y que confiemos en Sus palabras. Recordemos cómo amonestó a sus discípulos cuando tuvieron miedo ante la tormenta en el Lago de Genesaret (cf. Mt 8,23-27).

El Señor quiere que caminemos en la certeza de Su amor y de Su protección: “En el mundo tendréis tribulación; pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).

Todas estas promesas se cumplen si escuchamos Su voz, si vivimos como ovejas Suyas que tienen el Pastor más atento, amoroso y sabio.

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