Los dones del Espíritu Santo (4/7): EL DON DE CONSEJO

“Habla, Señor; tu siervo escucha.” (1Sam 3,9)

El Espíritu Santo nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14,26). Él habita en nosotros y nos enseña qué hacer en las situaciones concretas de nuestra vida. Gracias al don de consejo, llegamos a ser capaces de percibir en nuestro interior la silenciosa voz del Espíritu Santo y a distinguirla de otras voces. Sin embargo, esto requiere la capacidad del silencio interior y estar dispuestos a sustraerse del bullicio y del caos de tantas diversas opiniones y puntos de vista, ya sea fuera como dentro de nosotros.

Al practicar la virtud de la prudencia, hemos aprendido a verlo todo desde la perspectiva de Dios. Sin embargo, debido a la imperfección de nuestra naturaleza, queda la incertidumbre de si realmente somos capaces de distinguir la voz del Espiritu Santo de nuestros propios pensamientos u otras voces. La acción del Espíritu Santo en nuestro interior es más bien suave y silenciosa, como una suave brisa (cf. 1Re 19,11-12). A medida que nos familiarizamos con Él, aprendemos a distinguir con mayor precisión su voz. Sin embargo, precisamos una creciente libertad interior, para que no estemos tan atrapados en nuestros propios puntos de vista, deseos e ilusiones que la delicada voz del Espíritu no pueda penetrar en nosotros. Necesitamos esta luz interior, que nos permite captar en un instante la Voluntad de Dios.

Normalmente el camino de seguimiento de Cristo nos presenta muchas oportunidades para pedir un consejo concreto al Espíritu Santo. Aunque muchas cosas en nuestra vida estén predeterminadas y reglamentadas, siempre habrá situaciones en las que no sabemos a ciencia cierta qué es lo correcto, cuál decisión tomar, qué es lo mejor… Es entonces cuando podemos preguntarnos cómo actuaría el Señor en esta situación, y así sabremos qué hacer. Sobre todo si nos encontramos al principio del camino espiritual o si aún no estamos tan acostumbrados a dirigirnos concretamente al Espíritu Santo, conviene que frecuentemente le pidamos consejo, para ir conociendo mejor su forma de guiarnos.

Si no entendemos con claridad su respuesta, en cuanto que no tenemos ningún impulso interior concreto o no recibimos una luz particular para la situación dada, entonces actuamos conforme a lo que nos dicta la virtud de la prudencia.

No debemos temer que nos volveremos raros y que nos sentiremos particularmente “iluminados” si empezamos a pedir la guía del Espíritu Santo. ¡Al contrario! Esto debería ser lo normal en la vida cristiana, aunque muchas veces en la práctica se haya ido perdiendo.

Se suele decir que la luz del Espíritu Santo viene acompañada de una paz interior, con la seguridad de estar haciendo lo correcto. ¡Ciertamente es así! Pero no se puede confundir la paz interior con una mera relajación de la situación. Tendremos que recorrer un camino hasta que este don concedido por Dios pueda obrar, y hasta que nos familiaricemos con él. Así como sucede con todos los otros dones del Espíritu Santo, debemos primero esforzarnos por practicar la virtud que corresponde a este don, que en este caso es la prudencia, para así preparar el terreno para la obra del Espíritu.

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