La gran oración

En la meditación de hoy, quisiera hablar sobre el Santo Rosario, puesto que al mes de octubre solemos llamarlo el “mes del Rosario”.

El Santo Rosario, llamado también el “salterio de la Virgen María”, es una de las oraciones más conocidas y queridas en la Iglesia Católica. En diversas apariciones, la Virgen pide que se lo rece, y existen extraordinarios testimonios sobre su eficacia.

Es una oración muy sencilla y meditativa, que se presta para rezarla en familia, en comunidad o también a solas… Uno de los objetivos del Santo Rosario es que se arraiguen profundamente en nuestro corazón los misterios de nuestra salvación. Uno le pide a la Madre del Señor que, en el transcurso de las Avemarías, Ella recorra junto a nosotros las estaciones de la salvación.

La frecuente repetición de la salutación angélica trae una y otra vez a nuestra memoria el gran acontecimiento que tuvo lugar en Nazaret, y actualiza la hora de nuestra salvación, en cuanto que Dios nos permite reconocer la elección de María, a la cual Ella, en representación de todos nosotros, dio aquella insuperable respuesta de amor: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

Con esta oración, entonces, somos introducidos en la historia de amor entre Dios y la Virgen María, para que también nosotros nos adhiramos cada vez más a la Voluntad Divina. En efecto, ésta es la gran meta para nosotros, los hombres: vivir en plena conformidad con la santa Voluntad de Dios.

También podemos decir que la “gran oración” del Santo Rosario es una escuela de humildad, pues si lo rezamos con la Virgen, adoptaremos también la actitud que le es propia, de estar amorosamente a disposición del Señor, para que Él la conduzca por Sus caminos. Esto hace que la oración del Rosario sea grande, porque, como San Agustín nos enseña, nos hacemos grandes cuando nos aferramos a Aquél que es grande; pero pequeños cuando nos aferramos a nosotros mismos. Grande es Dios; y la Virgen, en su humildad, alaba esta grandeza y la obra de Dios en Ella: “Proclama mi alma la grandeza del Señor”. Y más adelante: “Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su Nombre es santo” (Lc 1,46.49).

El Rosario, siendo una escuela de humildad, despliega también su gran eficacia contra los poderes del Mal, pues son ellos quienes se enaltecen en su orgullo. Y puesto que la soberbia cierra el corazón frente a Dios, mientras que la humildad lo abre a Su actuar, el Rosario se convierte en un arma especial para combatir a los malos espíritus. Esto se relaciona también con el hecho de que esta oración nos une particularmente a la Virgen, quien, en su unión más íntima con Dios, se torna insoportable para los ángeles caídos. Si María es “insoportable” para los poderes de las tinieblas, lo es por su pertenencia a Dios, por su amor a Dios, por su profunda humildad… Es por eso que ellos huyen ante la presencia de la Reina de los ángeles, así como huirán cuando nosotros recemos el Santo Rosario en unión con Ella.

Desde todos los aspectos que lo veamos, vale la pena no descuidar el Santo Rosario, aun si en las comunidades religiosas estamos habituados a orar el gran salterio bíblico, en el marco de la Liturgia de las Horas. Esta oración no sólo nos unirá a la Virgen, sino también a todos los incontables fieles que a diario pronuncian el Avemaría al unísono con el Arcángel Gabriel, alabando así la grandeza de Dios y, al mismo tiempo, la elección de la Virgen María.

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