Jesús y la mujer adúltera

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Jn 8,1-11

Jesús se retiró al monte de los Olivos. Pero de madrugada se presentó otra vez en el Templo, y toda la gente acudía a él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles. Los escribas y fariseos le llevaron una mujer sorprendida en adulterio; la pusieron en medio y le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?” (Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle.) Pero Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, al insistir ellos en su pregunta, se incorporó y les dijo: “Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.”

E inclinándose de nuevo, siguió escribiendo en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos. Jesús se quedó solo con la mujer, que seguía en medio. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?” Ella respondió: “Nadie, Señor.” Jesús replicó: “Tampoco yo te condeno. Vete, y no vuelvas a pecar.”

Hoy, en este último Domingo de la Cuaresma, antes de entrar en la Semana Santa, meditamos un texto bíblico que, precisamente en el tiempo actual, ha llevado a grandes debates. Hasta ahora, la Iglesia siempre se había mantenido firme en que una segunda unión entre hombre y mujer sería adúltera cuando aún estén vinculados por un matrimonio previo… De ahí se llegaba a la conclusión de que una persona que se encuentre en tal estado no podría recibir los santos sacramentos. No obstante, esto ha empezado a tambalear, especialmente bajo el Pontificado actual.

Pero fijémonos primero en el evangelio de este día.

En tiempos del Antiguo Testamento, el adulterio era considerado como un grave pecado, y, como bien dicen los escribas y fariseos, se lo castigaba con la muerte. De hecho, el matrimonio es reflejo de la relación entre Dios y el hombre, como nos hace entender San Pablo (cf. Ef 5,25-32). Y la ruptura de la alianza matrimonial refleja la ruptura de la Alianza que Dios ha sellado con los hombres. Es por eso que muchas veces el Antiguo Testamento habla de prostitución, queriendo expresar lo que significaba que el Pueblo de Israel dirigiese su corazón a otros dioses.

Y es que, efectivamente, el adulterio tiene profundas repercusiones, porque representa una traición al amor verdadero. La entrega total de una persona a otra, tiene un especial carácter de exclusividad, porque sólo a una persona puede hacérsele este don de sí mismo. De cierta forma, el adulterio es también una especie de “muerte del amor”.

Esta realidad se refleja en nuestra relación con Dios… Ese amor especial, es decir, la entrega total de nosotros mismos, es exclusivamente para Dios… No podemos, al mismo tiempo, amar de esa forma a una persona. Si lo hiciésemos, podríamos decir, empleando el lenguaje bíblico, que caemos en idolatría.

Entonces, la mujer que aparece en el evangelio de hoy realmente había incurrido en culpa. Y Jesús no relativiza esta situación, ni pasa por encima de ella. Sin embargo, el Señor no ha venido al mundo para castigar a los hombres por todos sus pecados; sino para perdonarles y ofrecerles la conversión. Por eso, Él quiere hacer entender a los escribas y fariseos que también ellos están necesitados de perdón y de conversión. La frase “aquel de vosotros que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra” los toca, y, de hecho, ya ninguno se atreve a apedrear a la mujer. Aquellas palabras del Señor les habrán traído a la memoria sus propios pecados. Y, uno tras otro, se fueron retirando…

Éste es un mensaje importante para nosotros: ¡El pecado sigue siendo pecado! No se lo puede minimizar, porque entonces no viviríamos ya en la verdad. Pero no nos corresponde a nosotros pronunciar la sentencia sobre el pecador; sino entender que el Señor ha venido a llamar a los pecadores, y no a los justos (cf. Lc 5,32). Es por eso que nuestra pretensión no debe ser la de clamar la ira de Dios sobre el pecador; sino atraer Su compasión para él.

Jesús no condena a la mujer, y le advierte que no siga pecando.

Esta es nuestra orientación para afrontar el mencionado problema actual… Ciertos círculos en la Iglesia insisten en que, bajo ciertas circunstancias, se debería admitir a la santa comunión a los así llamados “divorciados vueltos a casar”; es decir, aquellos que viven en una segunda unión, mientras sigue existiendo un válido vínculo matrimonial. Los que defienden esta postura consideran que se trata de una muestra de misericordia. Sin embargo, la misericordia de Dios consiste en perdonar el pecado, incluso el pecado grave, y en darnos la fuerza para luchar contra las inclinaciones pecaminosas. Dios quiere borrar y olvidar nuestros pecados, quiere purificarnos… Pero esto implica la conversión, y no la continuación en un estado de vida que contradice a Sus mandamientos.

Por eso hay que atenerse a la doctrina de la Iglesia, tal como hasta ahora ha sido enseñada. A las personas que se encuentran en una situación como la que hemos descrito, hay que tratarlas con amor y no juzgarlas. Pero la meta de todos nuestros esfuerzos ha de ser la de ayudarles a ordenar su vida frente a Dios, y a que tengan la valentía de vivir en continencia, para que entonces, a través de los sacramentos, puedan unirse más profundamente con Dios y ser fortalecidos.

En este punto, quisiera mencionar algo acerca de la nulidad matrimonial, puesto que me plantearon una pregunta al respecto. La nulidad matrimonial no es, de ninguna manera, una especie de “divorcio católico”, aunque a veces se lo considere así. Más bien, es constatar que, en el momento de haber sellado el matrimonio, había factores que anulan la validez del vínculo matrimonial. Por ejemplo, si uno de los cónyuges, aun sabiéndolo, le había ocultado al otro que padece de una grave enfermedad psicológica; o si se entra al matrimonio con la intención de excluir la procreación; o si hubo coacción de por medio para contraer aquel matrimonio, es decir, que no hubo la libertad en el consentimiento… Cuando, a través de un serio proceso de investigación, la Iglesia constata que el matrimonio fue nulo, significa que nunca existió verdadero matrimonio, de manera que, en ese caso, la persona queda libre para contraer una nueva unión.