Jesús viene de arriba

Jn 3,31-36

El que viene de arriba está por encima de todos; el que es de la tierra habla de la tierra. El que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído, pero su testimonio nadie lo acepta. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. Porque aquel a quien Dios ha enviado proclama las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que resiste al Hijo, no verá la vida, pues siempre le acecha la ira de Dios.

La Sagrada Escritura –particularmente el Apóstol San Juan– quiere destacar la diferencia entre una vida guiada por el Espíritu y una vida llevada conforme a los criterios mundanos. 

En efecto, existe una enorme diferencia entre ambas. El apóstol San Pablo incluso llega a afirmar que “el hombre natural no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él” (1Cor 2,14).

La clave para una mejor comprensión de las palabras y el testimonio de Jesús, está en la acción del Espíritu Santo, que se nos da sin límites. Es Él quien nos concede la luz para comprender a Aquel que “viene de arriba” y que “está por encima de todos”. Sin el Espíritu Santo, no podemos comprender las palabras del Señor en toda su dimensión. Sin el Espíritu Santo, simplemente recogeríamos de la Sagrada Escritura datos históricos, información etnológica y aspectos culturales; pero no penetraríamos en el núcleo del mensaje. Bajo esta perspectiva meramente humana, puede incluso deformarse el mensaje de salvación, que quiere anunciarnos sobre todo el amor de Dios y su actuar, y decirnos cómo hemos de vivir para caminar en su luz.

El Apóstol San Juan no escatima palabras para dejarnos en claro que Jesús es el Hijo amado de Dios, el enviado del Padre; y que sus palabras son las palabras del Padre. 

A nosotros, que hemos recibido una fe cristiana que ha recorrido un largo camino a través de muchos siglos, puede resultarnos más sencillo comprender tales afirmaciones de Jesús que a los judíos de su tiempo (en este caso, Nicodemo). 

Sin embargo, debemos cuestionarnos qué tan profundo han calado en nosotros sus palabras, y si han llegado a transformar nuestra forma de pensar. ¿Ha penetrado tan profundamente en nosotros el Espíritu Santo, hasta el punto de que podemos abandonar nuestro modo de pensar terrenal o mundano, convirtiéndonos en hombres que “vienen de arriba” y que contemplan desde esa perspectiva los acontecimientos y las cosas de este mundo? Este aspecto es decisivo, para adquirir los criterios correctos de juicio.

Es el discernimiento de los espíritus el que nos ayuda a reconocer el origen de las cosas: ¿proceden de Dios, de nuestro propio pensamiento o acaso son inspirados por los demonios? En ocasiones también pueden entremezclarse estos elementos.

Apliquemos el discernimiento en este sencillo ejemplo: ¿Es Jesús el Hijo de Dios? El Espíritu Santo da testimonio de que es así. Entonces, si podemos hacer esta profesión de fe es gracias al actuar del Espíritu Santo, pues “nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’, sino por el Espíritu Santo” (1Cor 12,3).

El espíritu humano, en cambio, nos presentaría a Jesús simplemente como un hombre sabio, en el mejor de los casos. Finalmente, el espíritu demoníaco lo negaría. 

En este ejemplo podemos reconocer claramente la diferencia. El Espíritu Santo glorifica a Dios; nos muestra el verdadero origen de las cosas; Él viene de arriba y nos comunica su luz. El espíritu humano, en cambio, trata de comprender las cosas a partir de su propia experiencia o de la razón, pero no logra alcanzar por sí mismo la luz para reconocer al Hijo de Dios. Así, pues, el espíritu humano permanece en sus limitaciones, aunque pueda llegar a ciertas conclusiones filosóficas. Finalmente, el espíritu demoníaco se opone a la gloria de Dios, pues está en enemistad con el Espíritu Santo. 

Mientras que el Espíritu Santo puede juzgar sobre el espíritu humano y sobre el espíritu demoníaco; no sucede así en sentido inverso (cf. 1Cor 2,15). El espíritu humano, con su modo de pensar terrenal, no posee por sí mismo ningún conocimiento sobrenatural. El espíritu demoníaco huye del Espíritu Santo, puesto que éste lo desenmascara. 

El mensaje del Hijo de Dios sigue siendo combatido, y frecuentemente su testimonio no es aceptado. 

El Espíritu de Dios nos lleva a obedecer a Jesús. Esta es la invitación que Dios extiende a toda persona que escuche hablar de Jesús. A quien no la acepta, a pesar de tener la posibilidad de hacerlo, “le acecha la ira de Dios”, como dice el evangelio de hoy. Estas palabras indican que aquel que se cierra frente a Dios, no puede ver la luz y, por tanto, tampoco recibe la gracia que Dios tiene preparada para el que cree.

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