Jerusalén

Sal 121,1-2.4-5.6-7.8-9

Qué alegría cuando me dijeron:

«¡Vamos a la casa del Señor!»

Ya están pisando nuestros pies

tus umbrales, Jerusalén.

Jerusalén está fundada

como ciudad bien compacta.

Allá suben las tribus,

las tribus del Señor.


Según la costumbre de Israel,

a celebrar el nombre del Señor;

en ella están los tribunales de justicia,

en el palacio de David.


Desead la paz a Jerusalén:

«Vivan seguros los que te aman,

haya paz dentro de tus muros,

seguridad en tus palacios».


Por mis hermanos y compañeros,

voy a decir: «La paz contigo».

Por la casa del Señor, nuestro Dios,

te deseo todo bien.

Cuando escuchamos la palabra “Jerusalén”, aun hoy en día algo despierta en nuestro corazón. Esto lo experimentan muchos creyentes, y no pocas personas que peregrinan a Jerusalén pueden constatar que, como dice el salmo, “viven seguros los que te aman”. Se sienten espiritualmente en casa en la Ciudad del Señor.

Jerusalén es llamada la “Ciudad Santa”, la “Ciudad del Gran Rey”, la “Ciudad de Dios”… Pero la Sagrada Escritura no sólo habla de la Jerusalén terrenal, sino también de la Nueva Jerusalén, que desciende del cielo como una Novia engalanada para su Esposo (Ap 21,2). 

Sin duda, Dios eligió de manera especial esta Ciudad, y aquellos que conocen y aman a su Hijo Jesús están conscientes de cuánto Él mismo la amaba:

“Cuando se acercó Jesús a Jerusalén, al ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: ‘¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz! Sin embargo, ahora está oculto a tus ojos’.” (Lc 19,41-42)

Pero en lugar de ser reconocido Aquel, que es quien trae la verdadera paz, Jesús tiene que exclamar con profundo dolor las palabras:

“¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste” (Mt 23,37).

No obstante, el Señor no ha rechazado a Jerusalén, aunque le hayan sobrevenido muchos castigos… Él erigió en ella el signo de la salvación. Allí, en Jerusalén, está el lugar de su Cruz redentora, allí está la Tumba del Resucitado, allí descendió su Espíritu sobre los discípulos, convirtiéndolos en intrépidos testigos. Allí retornará el Señor al Final de los Tiempos.

Aunque el Templo fue destruido, tal como Jesús lo había predicho, se cumplió su promesa de que en tres días lo reconstruiría. “Pero él se refería al Templo de su cuerpo.” (Jn 2,21)

Dios permanece fiel a su Ciudad, aunque en Ella haya sido despreciado y crucificado su amado Hijo. Él la eligió, y si su Ciudad le es infiel, Él permanece fiel (cf. 2Tim 2,13). Nada puede hacer tambalear su amor. Y si este amor es rechazado, Él responde abriendo aun más su corazón.

Por eso, hasta el día de hoy podemos exclamar junto al salmista:

“Qué alegría cuando me dijeron: ‘¡Vamos a la casa del Señor!’”

Siendo nosotros el Pueblo de la Nueva Alianza, hemos de prestar atención a lo que se dice en el salmo, pues sigue siendo válido para nosotros, quienes, además, podemos entender la razón de fondo y la respuesta que la mayoría de los habitantes de Jerusalén y del mundo no conocen aún.

Si queremos decir a Jerusalén: “La paz contigo”, hemos de tener presente que el Señor mismo nos ha dicho qué es lo que traerá la verdadera paz a su Ciudad Santa y al mundo entero: “¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz!”

Sólo Jesús –y, por tanto, Dios mismo– trae la verdadera paz. Este es el mensaje que el Señor nos ha encomendado a los cristianos. Sólo cuando los pueblos se conviertan a Cristo y vivan conforme al Evangelio, podrán alcanzar la verdadera paz. Esto es lo que el Señor nos revela, y sus palabras van mucho más allá de nuestras consideraciones humanas en pro de la paz.

Este es el mensaje de la salvación para todos los hombres, incluidos aquellos que pertenecen a otras religiones, incluidos los judíos y musulmanes que habitan en Jerusalén. ¡Este es el mensaje siempre vigente!

Si, junto al salmista, exclamamos a Jerusalén: “Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien”, hemos de saber que el verdadero bien y la verdadera dicha consiste en reconocer y seguir al Hijo de Dios.

Si tenemos la gracia de peregrinar a Jerusalén y visitar los lugares que nuestro Señor santificó para siempre, no debemos olvidar que el Padre envió a su Hijo por la Redención del mundo entero. Si queremos ser fidedignos pacificadores, hemos de orar por la conversión de los hombres a Jesucristo, para que, a través de Él, venga la verdadera paz.

Descargar PDF