Estar preparados para el Retorno de Cristo

Rom 13,11-14a

Hermanos: Comportaos reconociendo el momento en que vivís. Porque ya es hora de levantaros del sueño; que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada. El día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con dignidad: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo. 

Al iniciar el nuevo Año Litúrgico, los textos bíblicos nos preparan para el Retorno del Señor. Si bien nadie sino el Padre conoce el día ni la hora (cf. Mt 24,36), sí que hemos de estar preparados.

La historia de la humanidad no desemboca en la nada ni es incierto su final; sino que está en las manos de Dios. El Señor no nos ha dejado a oscuras sobre aquello que está por venir. La fe nos otorga la esperanza y también la certeza de que aquel Dios amoroso, que nos creó y nos redimió, nos llama a estar cerca de Él para toda la eternidad. Así, se nos invita a confiar en el Señor, tanto en el tiempo de nuestra vida terrenal como en lo que nos espera después de la muerte. Esta confianza en nuestro amoroso Padre nos enseña a entender todos los acontecimientos de nuestra vida a la luz de Dios, incluidos aquellos que nos asustarían si no fuera porque el Señor mismo nos da la clave para su comprensión.

En esta misma perspectiva hemos de meditar los textos bíblicos de este día. Tanto la lectura como el evangelio (Lc 24,37-44) nos hablan del letargo espiritual de los hombres. Sin embargo, la persona ha de percatarse de la situación en la que vive a los ojos de Dios. En lugar de ello, como nos dice el evangelio, los hombres seguían en su vida cotidiana, sin prever nada y sin estar conscientes de que el Fin de los Tiempos –así como también la hora de la muerte personal– puede llegar tan de repente como el ladrón en la noche.

Fácilmente se cae en esta somnolencia espiritual de la que aquí se habla, cuando uno no presta atención a los signos de los tiempos ni vive en esa vigilancia espiritual a la que nos exhorta una y otra vez la Sagrada Escritura.

El anunciado Retorno de Cristo, el Juicio Final, la muerte, el peligro de perder nuestra vida y tener que estar eternamente separados de Dios… Todo esto no son amenazas que han de atemorizarnos, sino realidades que han de ayudarnos a estar vigilantes. Nuestra vida debe enfocarse conscientemente en nuestra última meta, para luchar y deshacernos de todo lo que nos ata desordenadamente a esta vida y, en consecuencia, nos adormece espiritualmente. Si en la evangelización se omite la dimensión de las “postrimerías” –es decir, las realidades últimas–, entonces los hombres serán engañados y seguirán en su letargia, perdiendo así la gran orientación de la vida.

Nuestro Dios es un Dios de infinito amor. ¡Esto es seguro y veraz! Pero hace parte de su amor el llamarnos la atención sobre las consecuencias de una vida en pecado y advertirnos. ¿Qué padre no advertiría a su hijo si éste se está descarrilando? ¿Qué maestro en la Iglesia podría justificar de cara a Dios la omisión de no haber hablado claramente sobre las realidades últimas a los fieles que le habían sido encomendados?

San Pablo exhorta a los suyos a despojarse de las obras de las tinieblas y revestirse de las armas de la luz. Estos son los dos movimientos que requiere el seguimiento de Cristo: Por un lado, rechazar las tinieblas en nosotros y a nuestro alrededor; y, por otro lado, revestirnos de la luz del Señor. ¡Ambos movimientos son importantes!

Para el primero, es fundamental el conocimiento de sí mismo. Sin temor ni falsa vergüenza, hemos de aprender a conocer también nuestras actitudes equivocadas y las oscuridades de nuestro corazón. El Apóstol advierte a la comunidad romana: “Como en pleno día, procedamos con dignidad: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias.”

Ciertamente San Pablo pudo haber ampliado la lista de aquellas cosas que mantienen a las personas en las tinieblas y, por tanto, en letargia espiritual. Para nosotros, los hombres, no es agradable descubrir nuestros lados sombríos, y ciertamente nos vemos tentados a pasarlos por alto o a no querer fijarnos bien en ellos.

Pero esto no es ni provechoso ni prudente, porque nuestro “corazón malo” no se transformará si simplemente cerramos los ojos frente a nuestras sombras. Si las pasamos por alto, nuestra religiosidad corre peligro de volverse artificial y carece de un sano realismo espiritual. Además, es insensata esta actitud, puesto que, tarde o temprano, igual tendremos que ser purificados para entrar en el Reino de Dios. Todo lo que avancemos en esta vida en relación a nuestra purificación, tanto nuestra cooperación activa como lo que permitamos obrar al Espíritu Santo, nos hará crecer en el amor y será un beneficio para las personas con las que convivimos.

El otro movimiento es el de “revestirnos del Señor Jesús”, lo cual significa la transformación en Cristo, que el Espíritu Santo nos concede con nuestra colaboración, para que lleguemos a ser perfectos como el Padre Celestial (cf. Mt 5,48).

Entonces, para estar preparados para el Retorno del Señor y adquirir la vigilancia necesaria, hemos de recorrer el camino de santidad y también prestar atención a los signos de los tiempos que preceden a la Segunda Venida de Cristo.

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