Elogio a la sabiduría

Sab 7,7-10.15-16 (Lectura correspondiente a la memoria de Santo Tomás de Aquino)

Supliqué y se me concedió la prudencia; invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos y en su comparación tuve en nada la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un puñado de arena, y ante ella la plata es como el barro. La quise más que a la salud y a la belleza y preferí tenerla como luz, porque su claridad no anochece. Que Dios me conceda hablar con conocimiento y tener pensamientos dignos de sus dones, porque él es quien guía a la sabiduría y quien dirige a los sabios. En sus manos estamos nosotros y nuestras palabras, toda prudencia y toda habilidad práctica.

El mayor de los dones del Espíritu Santo es el de la sabiduría. También se la denomina como una “sabrosa sapiencia”. No se trata tanto de un conocimiento sobre las cosas naturales –por muy valiosas que éstas sean–, ni tampoco es la experiencia a nivel práctico. El don de sabiduría no es tampoco un desarrollado saber intelectual, por muy bueno que éste sea. Antes bien, es la comunicación directa del Espíritu Santo; es ver con los ojos de Dios en una luz sobrenatural. Por eso se habla de un “conocimiento sabroso”, relacionado a las palabras del salmo que suelen aplicarse a la Eucaristía: “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (Sal 34,8). Este “saborear” es un deleite espiritual de Dios mismo, y el alma está extasiada ante la sabiduría divina y ante el hecho de que Él le haya comunicado esta sabiduría.

Por eso, la lectura de hoy no se cansa de elogiar a la sabiduría, pues quien la ha degustado una sola vez no podrá ya equipararla con cosa alguna. Y es que se ha encontrado con Dios mismo y habiéndolo experimentado directamente, ¿podrá acaso comparárselo con alguien más? Aquí no se trata ya de un encuentro indirecto con Dios, a través de sus creaturas; sino que se ve a Dios en Su propia luz. Y esta luz es más resplandeciente que mil soles, y “su claridad no anochece” –como dice el texto.   

Ahora bien, ¿cómo alcanzar esta sabiduría?

En primera instancia, deberíamos tener el anhelo de conocer más profundamente a Dios, y no contentarnos con saber algo sobre Él y, por lo demás, seguir con una vida enfocada en lo natural. ¡El que ama quiere conocer al amado!

El texto habla de suplicar e invocar… ¡Es ésta la oración suplicante!

Una oración suplicante es una oración existencial, en la que ponemos todo nuestro corazón; una oración en la que nos sumergimos por completo; una oración que abarca toda nuestra persona. Quizá lo hemos experimentado en situaciones de extrema necesidad o cuando hemos temido por otra persona. También cuando las personas que se aman se encuentran separadas o atraviesan una gran necesidad interior, suelen dirigirse existencialmente al Señor.

Tales oraciones trascienden hasta el Trono de la Santísima Trinidad y superan todo obstáculo, porque lo más profundo de la persona está dirigido a Dios y su esperanza está puesta en Su auxilio.

Si el Señor mismo ha puesto en nosotros el espíritu de la súplica (cf. Rom 8,26b), ¿podría acaso desoír una oración tal, cuando pide lo correcto? De alguna manera, podríamos decir que se trata de una oración en la que, por así decir, se pone todo en juego y uno mismo se rinde ante Dios.

Entonces, si un alma suplica que le sea concedida la sabiduría –como dice la lectura–, está implorándole a Dios el sumo bien; está implorándole que Él mismo se le dé a conocer más profundamente…

En el camino de seguimiento de Cristo, al prestar atención a las mociones del Espíritu Santo, Dios nos va concediendo cada vez más sabiduría. Así, este don puede irse desplegando y aumentando progresivamente en nuestra vida espiritual.

Hay una frase más de este texto que vale la pena resaltar: “Que Dios me conceda hablar con conocimiento y tener pensamientos dignos de sus dones.”

Esta cita puede aplicarse muy bien a otras situaciones. No se trata solamente de recibir los dones de Dios, sino de emplearlos en la sabiduría divina; es decir, tal como sea digno de esos dones.

Pensemos, por ejemplo, en la transmisión del Evangelio. Sería paradójico que anunciemos el mensaje de forma agresiva e impaciente. Es evidente que la Buena Nueva debe ser transmitida en el mismo espíritu en que el Señor nos la confió a nosotros. Para ello, hace falta una formación interior; o, dicho en otras palabras, el Espíritu Santo debe hacernos cada vez más semejantes a Él, para que en la evangelización sea Él el protagonista y nuestros defectos no obstaculicen demasiado su obra.

Entonces, el Espíritu no sólo concede los dones; sino que además nos enseña cómo emplearlos conforme a su singularidad y valor. Por eso, pidámosle al Señor que sepamos emplear en su Espíritu los dones que Él nos ha dado, tanto los del orden natural como sobrenatural, porque el haberlos recibido no significa automáticamente que los usemos de forma apropiada.

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