El verdadero Pastor de las naciones

Jer 23,1-6

¡Ay de los pastores que dejan perderse y desparramarse las ovejas de mis pastos! –oráculo del Señor–. Pues esto dice el Señor, Dios de Israel, tocante a los pastores que apacientan a mi pueblo: “Vosotros habéis dispersado mis ovejas, las expulsasteis y no las atendisteis. Pues voy a pediros cuentas por vuestras malas obras –oráculo del Señor–.

“Yo recogeré el resto de mis ovejas de todas las tierras a donde las dispersé, las haré tornar a sus pastos, criarán y se multiplicarán. Y pondré al frente de ellas pastores que las apacienten; ya no temerán ni se espantarán, y ninguna se perderá –oráculo del Señor–. Mirad que vienen días –oráculo del Señor– en que suscitaré a David un vástago justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra. En sus días estará a salvo Judá, e Israel vivirá en seguro; y éste es el nombre con que le llamarán: “El Señor, justicia nuestra.”

Los pastores tienen una gran responsabilidad a los ojos del Señor. Se convierten en representantes de Dios para los hombres, y Él los provee de todo lo necesario para ello. Por eso, tendrán que rendir cuentas a Dios si descuidan su rebaño o huyen cuando ven venir al lobo (cf. Jn 10,12). En el Libro de Ezequiel escuchamos estas palabras:

“Lo juro por mi vida –oráculo del Señor–: Ya que mi rebaño ha sido expuesto al pillaje, hasta convertirse en pasto de todas las fieras del campo por falta de pastor; ya que mis pastores no se ocupan de mi rebaño, sino que se apacientan a sí mismos y no se ocupan de mis ovejas, tendréis que escuchar, pastores, la palabra del Señor. Esto dice el Señor: Aquí estoy yo contra los pastores: reclamaré mi rebaño de sus manos y no les dejaré apacentar mi rebaño. Así los pastores no volverán a apacentarse a sí mismos. Yo arrancaré a mis ovejas de su boca, para que no sean ya su presa.” (Ez 34,8-10)

La responsabilidad de los pastores pesa mucho, pues a quien mucho se le confía, mucho se le exigirá (Lc 12,48). Sin embargo, esto no ha de entenderse como una carga insoportable, porque el Señor concede la gracia para llevar a cabo un ministerio de tanta responsabilidad. ¡Es un gran honor poder servir a Dios de esta manera! Los pastores designados por Dios pueden verse a sí mismos como estrechos colaboradores de Dios. Y, más aún, están eminentemente involucrados en la misión del Señor mismo, y la llevan adelante. Están llamados a alimentar y proteger a las ovejas.

Cuando pensamos en los pastores en el contexto de la Iglesia, lo primero que se nos viene a la mente son los representantes de la jerarquía eclesiástica. En efecto, a los obispos, como Sucesores de los Apóstoles, les han sido encomendados los fieles. ¿Qué pueden estos últimos esperar de sus pastores?

En primer lugar, que se les transmita pura y sin adulterar la Palabra de Dios y todo lo que ella enseña. Éste es el pan espiritual cotidiano, que no debe ser interpretado conforme a las propias ideas. El alma de los fieles anhela la Palabra correcta y la recta doctrina, que fortalece la fe en Dios y también instruye sobre cómo servirle mejor. Los pastores siempre deben tener presente que la Palabra de Dios adulterada es como veneno, que corrompe el alimento. Por tanto, han de estar atentos a que ni ellos mismos ni uno de sus sacerdotes se aparten de la verdad ni aún en lo más mínimo. ¡A los fieles ha de serles brindado el pan nutritivo!

Los fieles se alimentan de los sacramentos. Especialmente la celebración digna de la Santa Misa con la recepción de la comunión es un regalo y fortaleza para el alma. No se debe permitir que la liturgia quede desfigurada por elementos que no corresponden a ella. De lo contrario, entrará el moho en el buen pan.

A los pastores también les ha sido encomendada la función de guardianes, para que señalen las tendencias ajenas y hostiles a la fe, y se opongan a ellas. Han de saber identificar a los lobos y ofrecerles resistencia. Para ello, necesitan un lúcido discernimiento de los espíritus.

Además, su conducta debe ser ejemplar y su fe fuerte, dando así una seguridad paternal a sus sacerdotes y fieles.

Se trata, sin duda, de altas exigencias, y podría parecer que se pide demasiado, siendo así que también los pastores llamados por Dios son personas débiles, y no dioses. Sin embargo, lo decisivo es que vivan en una unión íntima con el Señor, y que a partir de ahí brote su servicio y fructifique.

En cambio, si se entregan al mundo y no quieren ser signo de contradicción, entonces ya no se nutren directamente de la fuente; es decir, del Buen Pastor. A imagen de Él –de Jesús– han de dejarse modelar por el Espíritu Santo. Si esto no sucede, estarán en gran peligro: su espíritu de discernimiento se nublará, perderán de vista lo que es verdaderamente importante para el rebaño, adoptarán la mentalidad de este mundo… Si no se da una conversión, se presenta ante ellos como inequívoca advertencia esta Palabra del Señor en el Libro de Ezequiel: “Esto dice el Señor: Aquí estoy yo contra los pastores: reclamaré mi rebaño de sus manos y no les dejaré apacentar mi rebaño. Así los pastores no volverán a apacentarse a sí mismos. Yo arrancaré a mis ovejas de su boca, para que no sean ya su presa.”

Si los fieles sufren bajo la cruz de tener malos pastores, su consuelo será la certeza de que Dios mismo es el verdadero Pastor de todos los hombres. Él no cambia y su promesa permanece siempre vigente:

“Yo recogeré el resto de mis ovejas de todas las tierras a donde las dispersé, las haré tornar a sus pastos, criarán y se multiplicarán. Y pondré al frente de ellas pastores que las apacienten, ya no temerán ni se espantarán, y ninguna se perderá.”

Incluso la carga pesada de tener malos pastores puede Dios convertirla en bendición para los fieles, vinculándolos aún más profundamente al verdadero Pastor, que jamás las abandonará. Sin embargo, nunca debemos decaer en nuestra oración por los pastores que están en peligro, para que no se pierdan.

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