El tiempo de gracia

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Is 49,8-15

Así dice el Señor: En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo; para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: “Salgan”; a los que están en tinieblas: “Vengan a la luz”; aun por los caminos pastarán, tendrán praderas en todas las dunas; no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el bochorno ni el sol; porque los conduce el que los compadece y los guía a manantiales de agua.

Convertiré mis montes en caminos y mis calzadas se nivelarán. Miren, unos vienen de un país remoto. Miren, otros del norte y del poniente, y aquéllos del país de Siene. Exulta, cielo; alégrate, tierra; rompan en aclamaciones, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados. Decía Sión: “Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado”. ¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.

Ésta es la experiencia que una y otra vez se repite para el pueblo de Israel y para todos los que confían en Dios: el Señor se apiada de su pueblo. Para decirlo con más precisión aún, es la experiencia constante en la vida de la fe: el Señor siempre se compadece, y la misericordia es parte de Su Ser. De alguna manera, Dios no puede más que ser misericordioso, porque Él mismo es el amor, que siempre encuentra caminos para apiadarse. Vale aclarar que el hombre, y aquellos ángeles que le fueron infieles, pueden cerrarse a la misericordia y al amor de Dios, incluso de forma definitiva. ¡Qué tragedia!

Una y otra vez debemos concientizar que vivimos en el tiempo de gracia y en el luminoso día propicio. Las puertas del cielo están abiertas, y no sabemos hasta cuándo seguirá vigente esta hora de gracia para la humanidad.

El Señor no nos dijo ni el día ni la hora en que tendrá lugar el Juicio final (cf. Mt 24,36), ni tampoco conocemos el momento en que llegue nuestra muerte. Pero sí insistió en que estemos atentos al “ahora”, a la presente hora de la salvación, a su deseo de redimir a su pueblo, como escuchamos en la lectura de hoy, que se aplica a toda la humanidad. Entonces, vivamos llenos de alegría el “ahora” y bebamos de las fuentes de salvación.

El día de ayer, habíamos meditado sobre el río de vida, que mana del trono de Dios y del Cordero; sobre la fuente de amor que brota del Corazón de nuestro Padre. Habíamos podido comprender cuánto nos ama Dios, y que nosotros podemos ser los receptores de ese amor.

En el libro de Nehemías, escuchamos las siguientes palabras: “Este día está consagrado a Yahvé vuestro Dios; no estéis tristes ni lloréis. No estéis tristes: la alegría de Yahvé es vuestra fortaleza.” (8,9b.10b)

El gran “arte espiritual” consiste, entonces, en vivir el “ahora”, el “Kairós”, la “hora de la gracia” en nuestra vida personal, lo que tendrá eco también en la vida de otros. ¿Cómo lograremos despertar de nuestra somnolencia, para avanzar con agilidad en el camino de seguimiento de Cristo? ¿Cómo podremos apresurarnos y aprovechar el tiempo que nos ha sido dado? San Pablo nos exhorta a aprovechar bien el tiempo presente (cf. Ef 5,16).

La clave podría ser la obediencia al Espíritu Santo, que nos ha sido dado como consolador y guía. Su viva presencia nos hará cada vez más despiertos para el amor, porque Él mismo es el amor que ha sido derramado en nuestro corazones (cf. Rom 5,5). Y el camino consiste en crecer en este amor, pues en él está la fuerza de la unificación.

El Espíritu Santo no reposará hasta haber llegado a su meta: que lo escuchemos con toda disposición y cumplamos la parte que nos corresponde en la obra de la Redención de Dios. Pero, puesto que el Espíritu Santo tiene en vista a todos los hombres, queriendo llevar a cada uno a reconocer la gloria de Dios y su Mesías, Él nos pondrá en un estado de una inquietud positiva, de manera que no sólo colaboremos en nuestra propia santificación –aunque ésta es la primera tarea–; sino que también tengamos en vista a la humanidad entera, y seamos verdaderamente ‘católicos’, es decir, universales.

Él nos impulsará a que no dejemos para mañana las buenas obras; sino que las hagamos AHORA. Él pondrá en nuestro corazón la oración por todos los hombres, y a veces por personas en particular. Él nos enseñará a despojarnos de nuestra tibieza, y a darnos cuenta de que AHORA es el tiempo de salvación y la hora de gracia; que AHORA es cuando podemos hacer las buenas obras para el tiempo y para la eternidad; nos enseñará a no dejar pasar las oportunidades. Él nos instruirá cada vez más sutilmente, hasta que conozcamos bien su voz y sepamos reconocer relativamente fácil la Voluntad de Dios para el AHORA. ¡Entonces, el mismo Espíritu Santo nos fortalecerá para realizarla!

En la Voluntad de Dios, que iremos cumpliendo cada vez mejor, estará la fuente de una constante alegría. Puede que no siempre la sintamos en el plano emocional y sentimental; pero está en nuestro espíritu.

Algunos padres de la vida espiritual distinguen dos campos en el alma: uno que está más orientado al plano sensitivo; y otro que está más orientado a Dios. A este último campo lo denominan ‘dimensión espiritual del alma’ o simplemente ‘espíritu’. Y en esta última dimensión, se puede experimentar alegría en Dios, sin que el plano emocional perciba esa alegría. Pensemos, por ejemplo, en una persona que atraviesa un fuerte sufrimiento. Si es un alma que ama a Dios, puede ofrecérselo a Él como sacrificio, y su espíritu puede tener en ello su alegría; mientras que la dimensión emocional del alma sigue padeciendo bajo el dolor.

Vivamos conscientemente la hora de la salvación, que le ha sido concedida a toda la humanidad, con la certeza de que Dios, en su inagotable amor, nos sostiene y nos envía.