EL TEMOR DEL SEÑOR

„Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor“ (Sal 33,12) -nos dice el salmista, y el Libro de los Proverbios recalca: “Inicio de la sabiduría es el temor del Señor“ (Prov 9,10).

Conocemos el temor de Dios como uno de los siete dones del Espíritu Santo. Éste nos enseña una gran delicadeza en nuestro trato con Dios, que luego repercutirá también en el trato con el prójimo.

Fue el Padre mismo quien nos envió al Espíritu Santo, para que Él completase la obra de la salvación. Cuando Él mora en nuestro corazón y clama en nosotros: “Abbá, amado Padre” (Rom 8,15), nos concede una profunda comprensión del ser de Dios y de su relación con nosotros: Él es nuestro amado Padre. Nadie puede transmitirnos esta verdad mejor que el Espíritu Santo, que es el amor entre el Padre y el Hijo.

Al morar en nosotros, el Espíritu Santo se ocupa de que nuestra forma de tratar con el Padre sea conforme a lo que Él merece. Tal vez podamos decir que el Espíritu Santo es la delicadeza personificada en nuestro corazón. Atento como un “águila del amor”, está siempre   dispuesto a detener de inmediato cualquier ofensa a Dios. Si vivimos en la vigilancia del Espíritu, percibimos tal ofensa ya en sus primeras manifestaciones. En efecto,  puede iniciar en una falta de delicadeza, en la carencia de respeto, en una excesiva familiaridad y en otras actitudes semejantes.

Así, en la voz del salmista escuchamos al Espíritu Santo mismo, que quiere enseñarnos a los hombres la forma correcta de tratar con Dios, de manera que nuestra relación con el Padre Celestial esté marcada tanto por el amor como por la santa reverencia: „Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor.“

El Espíritu Santo también nos enseñará a corresponder al deseo que el Padre expresa una y otra vez en el Mensaje a la Madre Eugenia: que lo conozcamos, lo honremos y lo amemos.