EL SEÑOR ES MI PASTOR

“El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 23,1).

Para dársenos a entender, nuestro Señor nos habla con comparaciones que conocemos de nuestra vida humana. La imagen del Buen Pastor que, en su actitud vigilante, no pierde de vista el rebaño que le ha sido encomendado, quiere transmitirnos cómo el Señor vela sobre los suyos.

Sabemos cómo un pastor bueno se ocupa de sus ovejas y cómo, por otro lado, un pastor malo descuida el rebaño que le fue confiado. Cuando ve venir al lobo, huye para salvar su propia vida, porque no le importan las ovejas. A estos tales el Señor los llama “asalariados” (Jn 10,12-13).

Nosotros, como católicos, entendemos bien que esta comparación ha de aplicarse también a todos los que están llamados a apacentar el rebaño de los fieles. Los que han sido designados para este ministerio han de reflejar el pastoreo de nuestro Padre Celestial. En ellos ha de hacerse palpable su amorosa preocupación por nuestra salvación.

Dios –el Pastor de toda la humanidad– ha confiado a los pastores de la Iglesia este gran ministerio y les ha encomendado todo aquello que es necesario para la peregrinación hacia la vida eterna, para que se lo administren a los fieles. Así podemos exclamar con el salmista: “Nada me falta”, pues Dios ha proveído todo. Un buen pastor incluso está llamado a dar su vida por las ovejas, como lo hizo nuestro Pastor divino (Jn 10,11).

Si se presentasen situaciones que impidan a los pastores humanos ejercer su ministerio como deberían, será el Pastor divino quien guíe a sus ovejas en medio de las tribulaciones.

En efecto, nuestro Padre conoce bien cada situación en la que nosotros –y la humanidad entera– nos encontramos. Él nos asegura que, como el Buen Pastor, se valdrá de todo para nuestra salvación.