El rechazo del evangelio y sus consecuencias

«La gracia que reciben los pueblos al serles anunciado el evangelio»

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Mt 10,8-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios.  Gratis lo recibisteis; dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni cobre en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. En la ciudad o pueblo en que entréis, informaos si hay en él alguna persona digna, y quedaos allí hasta que salgáis.

“Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros. Pero si no os acogen ni escuchan vuestras palabras, al salir de la casa o del pueblo aquel sacudíos el polvo de vuestros pies. Os aseguro que el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra que para aquel pueblo.”

En este texto, el Señor nos muestra algo esencial. Los bienes espirituales o los dones carismáticos no pueden convertirse en objeto de intereses materiales. Si esto sucede, se pierde el mensaje de la gratuidad del don de Dios y, en consecuencia, se opaca Su verdadera imagen.

Este texto, en su totalidad, es un llamado a vivir en la verdadera sencillez de los discípulos de Cristo. Éstos deben abandonarse en su Señor en todos los sentidos, y han de estar libres de las preocupaciones por el sustento de su propia vida. Así, viviendo indivisamente unidos a Dios, tendrán la libertad necesaria y la disponibilidad para corresponder al llamado del Señor, dándole en cada circunstancia la respuesta indicada. Si los discípulos son bien recibidos, la casa queda honrada, pues le está dando gloria a Dios al acoger a sus enviados. En este caso, los discípulos pueden compartir con los miembros de aquella casa todo cuanto han recibido de parte del Señor. De forma particular, les llevarán la paz; aquella paz que solamente Dios puede conceder.

Si tratamos de aplicar este evangelio a nuestros tiempos, nos daremos cuenta de la radicalidad que exige. No llevar ninguna provisión; no esperar ninguna recompensa humana por el servicio prestado, anhelando únicamente la que Dios concederá; sacudirse el polvo de los pies en caso de que el mensaje del evangelio no sea recibido. También es fuerte la alusión a Sodoma y Gomorra, aquellas ciudades que sucumbieron a causa de sus pecados. Al encontrarnos con un texto como éste, fácilmente sucede que preferiríamos suavizar un poco sus contundentes afirmaciones o que evitamos confrontarnos verdaderamente a su radicalidad. Tal vez también nos veamos tentados a explicar tales palabras situándolas en un contexto histórico del pasado, de manera que se les quita algo de su fuerza.

Sin duda es correcto aplicar las palabras a la situación actual y tratar de hacerlas más comprensibles para la mentalidad de nuestro tiempo; pero no podemos caer en el error de creer que el tiempo moderno habría de corregir las palabras.

También hoy sigue siendo vigente la orden que el Señor da a los discípulos al inicio del texto: “Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios.” La gracia y la autoridad que Cristo confirió a los apóstoles sigue estando presente en nuestro tiempo, pues Dios no puede retirar un encargo que confirió hasta el final de los tiempos.

Más bien, hemos de cuestionarnos si los discípulos actuales tienen una fe lo suficientemente fuerte como para abandonarse totalmente en su Señor, y si comprenden que la excesiva preocupación por las seguridades temporales contradice al espíritu del envío. El acto de fe para vivir de la Divina Providencia muestra claramente la presencia de Dios y recuerda que el discípulo es un enviado que no trabaja por su propia cuenta ni actúa en su propia autoridad. En este contexto, el Señor habla incluso de un derecho que tiene el discípulo: “El obrero merece su sustento”. Así, le es asegurada toda la ayuda necesaria para el servicio que está prestando.

Ahora bien, ¿cómo podemos entender aquellas severas afirmaciones de sacudirse el polvo de los pies, y de que para quienes rechacen el mensaje de los discípulos el juicio será más rigoroso que para Sodoma y Gomorra?

Debemos entender muy bien estas palabras. El evangelio es una enorme gracia que el Señor ofrece a la humanidad. Aunque nos sea ofrecido como regalo, su rechazo implica enormes consecuencias. No es que dé lo mismo si se acoge la verdad o se permanece en la ceguera. Podemos constatar esto en la historia del Pueblo de Israel. El rechazo del evangelio tuvo consecuencias. Jesús sabía lo que esto significaría para el Pueblo, y lloró porque Jerusalén no reconoció la hora de la gracia (cf. Lc 19,44). En estas circunstancias, uno tiene que enfrentarse a todo lo que nos sobreviene en la vida y en la historia sin contar con la ayuda que Dios nos había ofrecido para superarlo…

Y, ¿qué hay de Sodoma y Gomorra?

Veamos el ejemplo de Europa… ¡Cuánta gracia había recibido este continente al haberle sido anunciado el evangelio y al haberlo acogido! Pero, ¿qué sucede hoy, cuando se hace cada vez menos caso al evangelio? Los pecados se han multiplicado y envenenan a las naciones; particularmente la lujuria, que se la relativiza y considera como un comportamiento normal. Las consecuencias son catastróficas: el aborto, los matrimonios destruidos, la homosexualidad como una forma de vida aceptada, relaciones fuera del matrimonio, hijos sin padres, pornografía, campañas mediáticas contra la castidad… ¡una autodestrucción de los pueblos!

¿Sodoma y Gomorra? ¡Aquí ya sucede la autodestrucción a consecuencia de haber rechazado el evangelio!