EL MONTE SANTO DEL SEÑOR 

“¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón” (Sal 24,3-4a).

El Padre llama a todos los hombres a “subir al monte del Señor”. Él los ha equipado con todo cuanto necesitan para ello. Ahora, le corresponde al hombre seguir de todo corazón esta invitación y ponerse en marcha hacia el monte santo del Señor.

En su amor misericordioso, el Padre nos ha liberado de las mayores deudas y, a través de la sangre de su Hijo, nos limpia de la lepra del pecado. Así, podemos entrar con “manos inocentes y puro corazón” en las moradas eternas. Para las Bodas del Cordero, a las que Dios nos invita, necesitamos revestirnos de un traje de boda (Mt 22,11-12).

Nuestro Padre velará sobre nosotros y nos enseñará a evitar todo lo impuro, ya sea en pensamientos, palabras o acciones. Que nada deshonesto salga de nuestros labios, que nuestros miembros se conviertan en “instrumentos de justicia al servicio de Dios” (Rom 6,13b), que nuestro corazón le pertenezca enteramente a Él y que desaparezca todo egocentrismo.

“Oh Dios, crea en mí un corazón puro” –exclama el salmista (Sal 50,12).

Se trata de un corazón que empieza a ser purificado en lo más profundo de todo egoísmo e intenta traer a la luz de Dios toda sombra que descubre en su interior. Es un corazón que está atento a Dios y que vela sobre sí mismo, para que nada impuro penetre en su relación con el Señor y con los hombres.

Así, el Espíritu Santo nos guía día a día hasta llegar al “monte del Señor”, allí donde está el Trono de Dios y del Cordero, y todos le sirven (Ap 22,3). A su alabanza nos uniremos, ocupando el lugar que nuestro amado Padre nos haya designado.