El gran amor de nuestro Padre

NOTA: La lectura que escucharemos a continuación no es la que se lee en la liturgia de este domingo. Por equivocación tomamos la de otro año litúrgico, y cuando nos percatamos ya había terminado la meditación, así que decidí dejarla así…

1Jn 2, 29 – 3, 1-6

Si sabéis que él es justo, reconoced que todo el que obra la justicia ha nacido de él. Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos.

Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro. Todo el que comete pecado comete también la iniquidad, pues el pecado es la iniquidad.  Y sabéis que él se manifestó para quitar los pecados y en él no hay pecado. Todo el que permanece en él, no peca. Todo el que peca, no le ha visto ni conocido.

El gran regalo para nosotros, los hombres, es el amor de Dios. Sin él, no sería posible una verdadera vida, pues este amor es la razón de nuestra existencia. Es por eso que toda persona –aun sin estar consciente de ello– está hambrienta de amor, y si no lo recibe, su vida se marchita y se endurece.

¡Nadie lo sabe mejor que Dios mismo! Así, el Padre Celestial procura dar a conocer Su amor por doquier. Todos los hombres han de enterarse de que un Dios amoroso acompaña sus caminos; un Dios que no tiene otro deseo que el de que todos los hombres reconozcan Su amor y correspondan a él.

Así nos lo presenta claramente el texto bíblico que hemos escuchado al inicio de este año:Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”

Con estas palabras, podemos emprender con valentía nuestro caminar a través de este año, aun si se perciben grandes sombras que amenazan a la humanidad.

¿De dónde procede esta sombra?

Surge del gran mal de este mundo, que es el pecado. Toda la oscuridad que percibimos es consecuencia del pecado. El pecado nos separa de Dios y ataca la razón misma de nuestra existencia, en cuanto que nos cierra al amor de Dios, que es nuestra verdadera vida.

Así como se entiende cada vez menos el amor de Dios, así mismo se reprime también el pecado. La consecuencia de ello es una doble ceguera. Por un lado, reconocemos cada vez menos la luz de Dios; por otro lado, no nos damos cuenta de la malicia y la gravedad del pecado.

Pero este reconocimiento de la gravedad del pecado es importante para entender lo que significa que Jesús haya venido a quitar el pecado del mundo. Si se trivializa o relativiza el pecado, no podremos comprender realmente el amor de Dios ni lo que significa que el Señor mismo haya venido a este mundo para redimirnos; no podremos entender cómo Él nos mira con amor infinito y no quiere dejarnos a merced de la destrucción del pecado.

A través del perdón de las culpas, Él nos ofrece una vida nueva; una vida que se distancia del pecado. El pecado y sus efectos destructivos han de ser vencidos por la gracia de Dios; todas las estructuras de pecado que se hayan formado en nuestro interior han de ser tocadas y trasladadas a la vida de la gracia. De este modo, nuestros pensamientos y sentimientos serán cada vez más conformes a Dios, y nos haremos capaces de servirle a Él y a los hombres en Su Espíritu.

“Ahora somos hijos de Dios” ­–nos dice el texto; pero también nos asegura que nos espera una gloria aún mayor, que ahora no se manifiesta todavía. Esta gloria ya tiene inicio cuando empezamos a vivir como hijos de Dios, cuando Su Espíritu obra cada vez más en nosotros y nos transforma. Entonces empieza a desplegarse la imagen de Dios en nosotros; y notamos cómo las virtudes pueden crecer, cómo nuestro interior se dirige cada vez más hacia Dios. Pero… ¿cómo seremos en la eternidad?

Podemos hacernos una idea al contemplar a la Virgen María. En ella se manifiesta de forma eminente cómo la gracia de Dios impregnó toda su vida. ¡Y cuánto más resplandecerá su luz en la gloria de Dios!

También en los santos brilla esta luz, y al fijarnos en ellos podemos hacernos una idea de cómo Dios pensó al hombre y de aquello que nos espera en la eternidad.

Podemos cooperar con la gracia de Dios, para ser transformados y convertirnos cada vez más en aquello para lo cual el Señor nos ha llamado a la vida. Día a día hemos de seguir la guía del Espíritu Santo y estar vigilantes, para no dejarnos seducir por el pecado. Nuestro “Maestro interior”, el Espíritu Santo, puede enseñarnos a permanecer en Jesús y a percibir aun el más mínimo alejamiento. Solamente tenemos que pedírselo y entrar en diálogo interior con Él. No olvidemos que Jesús nos lo envió como Consolador (cf. Jn 16,7), que nos conduce a la verdad plena (cf. v. 13).

Quedémonos con esta importante afirmación, y permitamos que se asiente profundamente en nuestro interior:  Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” Podemos confiar en estas palabras y, con el espíritu de fortaleza, afrontar los retos de este año que ha comenzado. ¡El Cordero de Dios nos guiará, si somos fieles y permanecemos en Él!

¡Ven, Señor Jesús, Maranathá!

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