El ayuno como preparación

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Mt 9,14-15

Se le acercaron a Jesús los discípulos de Juan y le dijeron: “¿Por qué tus discípulos no ayunan, siendo así que nosotros y los fariseos practicamos el ayuno?” Jesús les dijo: “¿Pueden acaso los invitados a la boda ponerse tristes mientras el novio está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán.”

¡Una boda y el ayuno son dos cosas que definitivamente no van juntas!

La boda es alegría y tiempo de celebrar. Así sucede en nuestra vida terrenal, y el Señor toma esta realidad como metáfora, para explicarnos que Su presencia entre los discípulos es una celebración.

El ayuno, además de ser un sacrificio, una expresión de duelo, una forma de ascesis, un refuerzo para el combate espiritual, entre otros; es una preparación importante para algo especial. El ayuno nos recuerda que vivimos en espera, que todavía nos hace falta algo, que no todo está completo…

Y, efectivamente, ésta era la realidad en los tiempos previos a Jesús. Juan el Bautista y sus discípulos estaban en espera de la llegada del Mesías. Ellos sabían que lo que vivían no era aún lo definitivo; que todo estaba dirigido a una gran meta. En cierto sentido, se podría decir esto acerca de todo el tiempo de la Antigua Alianza, que todavía no había llegado a su plenitud; le faltaba algo. En ese sentido, San Pablo habla de la Ley como de un pedagogo: “La Ley ha sido nuestro pedagogo, que nos condujo a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe; pero cuando ha llegado la fe, ya no estamos sujetos al pedagogo” (Gal 3,24-25)

Los discípulos, entonces, ya no están en un tiempo de espera; sino que el novio ha llegado ya. Él está en medio de ellos y los conduce a las bodas del Cordero. Es un tiempo de alegría: los discípulos pueden vivir en comunión con Él, con el Dios vivo, que está en medio de los hombres.

Pero en el texto de hoy el Señor nos revela que también para sus discípulos vendrá un tiempo de ayuno, cuando el novio les sea arrebatado. ¡Y así sucedió en la vida de la Iglesia!

La Cuaresma, este largo y especial tiempo de ayuno que hemos empezado, con el signo de la cruz de ceniza en nuestra frente, es la preparación para la Fiesta suprema de la Iglesia: la Resurrección de Cristo.

Cuando llegue ese día, culminará el ayuno preparatorio. Cuando los cristianos exclaman: “¡El Señor ha resucitado!”, ya no piensan en el largo tiempo de ayuno; sino que el júbilo de la Resurrección triunfa sobre todo. Esto se puede experimentar, por ejemplo, en Jerusalén, donde hay muchos cristianos orientales, que son muy expresivos en su alegría.

Pero no nos adelantemos… Apenas estamos dando los primeros pasos en esta etapa de ayuno. Escuchamos sobre el camino del Señor junto a sus discípulos, sobre sus enseñanzas y sus milagros. Escuchamos también las exhortaciones a una profunda conversión. Debemos entender cuál es el ayuno que es grato a los ojos de Dios.

La Sagrada Escritura nos da abundante alimento, preparándonos así para el gran Acontecimiento de nuestra fe, llevándonos a un encuentro más profundo con Dios en el Tiempo de Cuaresma y conduciendo nuestra alma hacia la gracia pascual.

Podemos, entonces, convertir el ayuno en una espera activa, en un tiempo para adornar nuestra alma para la llegada del Novio, para adentrarnos en nuestro interior y sacar de allí todo lo que podría disgustar al Huésped celestial. ¡Coloquémonos el adorno de las virtudes, para causarle alegría y darle la bienvenida! ¡Sabemos bien cómo quisiera encontrarnos el Señor cuando venga!

También conviene, en el Tiempo de Cuaresma, restringir los gustos de nuestros sentidos. Si siempre tenemos todo lo que deseamos, y nunca estamos dispuestos a un sacrificio, nos resultará más difícil comprender la vida como un regalo de la bondad de Dios. Como dice ese bello prefacio que escuchamos en las Misas en la Cuaresma: “Porque con nuestras privaciones voluntarias nos enseñas a reconocer y agradecer tus dones, a dominar nuestro afán de suficiencia y a repartir nuestros bienes con los necesitados, imitando así tu generosidad.”

Pero lo que más desea el Señor es que trabajemos en nuestro corazón, pues las buenas obras –que son el recto ayuno a los ojos de Dios– brotan de un corazón purificado. Si nuestro corazón se transforma, haciéndose semejante al de Jesús y de María, el Espíritu Santo encontrará un campo abierto, donde la gracia de Dios puede penetrarnos cada vez más profundamente.

Emprendamos este camino con valentía, pues la preparación hace parte de la fiesta. Toda nuestra vida es una preparación para la eternidad: cada día, cada hora. A través de la fe, la eternidad despunta ya en nuestra vida terrenal. Si seguimos ese hilo, Dios podrá trazar sus planes; podremos dejar atrás cosas que no son tan importantes; aprenderemos a reconocer lo que es esencial; y buscaremos cada vez más la cercanía de Dios, hasta que llegue el día en que podamos contemplarlo cara a cara.

Algo similar pasa con el Tiempo de la Cuaresma. Si lo vivimos conscientemente en el Señor, empezaremos a experimentar desde ya el gozo pascual en el corazón. ¡Y no nos olvidemos de que el Señor ama lo que hacemos en lo secreto (cf. Mt 6,4.6.18), y que Él “ama al que da con alegría” (2Cor 9,7)!