¡Ay de los impíos!

Am 6,1a.4-7

Esto dice el Señor omnipotente: “¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión,
confiados en la montaña de Samaría! Se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes, comen corderos del rebaño y terneros del establo; canturrean al son del arpa e inventan como David instrumentos musicales; beben el vino en elegantes copas,
se ungen con el mejor de los aceites pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José. Por eso irán al destierro, a la cabeza de los deportados, y se acabará la orgía de los disolutos”.

No nos dejemos engañar, creyendo que una vida impía no tiene consecuencias. La libertad del hombre no consiste en hacer lo que quiera, sino en buscar la Voluntad de Dios y cumplirla. Al actuar así, vive en armonía con Dios y también consigo mismo, y se convierte en bendición para otras personas.

En cambio, aquellos que disfrutan al máximo los placeres de este mundo, olvidándose de Dios y de su prójimo, cargan un pesado yugo sobre sus almas y atraen sobre sí la desgracia. Sólo una sincera conversión podrá salvarlos, evitando que se entreguen al lujo y cierren sus ojos ante las necesidades de los pobres. Pero si permanecen en el camino de la perdición, caerán sobre ellos las palabras que el Señor pronuncia por boca del Profeta Amós:

“¡Aparta de mí el rumor de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas! ¡Que fluya, sí, el derecho como agua y la justicia como arroyo perenne!” (Am 5,23-24).

Tal vez ya nos hemos acostumbrado a que en nuestra sociedad existan tales estilos de vida como los descritos en la lectura, y que tales personas incluso sean admiradas por su riqueza y poder. Sin embargo, no hay motivo alguno para admirarlas. Al contrario, son personas muy pobres que no se dan cuenta de la situación en que se encuentra su alma y no se percatan de que un día tendrán que rendir cuentas a su Creador. Posiblemente su despreocupación y autoconfianza les lleva a descartar la idea de que tendrán que presentarse ante Dios como si fuese algo ridículo. ¡Qué abismos vemos aquí! ¿Qué amenaza se cierne sobre ellos?

“Por eso irán al destierro, a la cabeza de los deportados.”

Ser desterrados de la patria es un destino duro y el exilio del pueblo al que se pertenece es aún más difícil de sobrellevar. ¡Pero estar separados de Dios es insoportable! No obstante, precisamente éste es el destino de aquellos que se alejan de Dios y rechazan su gracia. Si no se convierten, ya en esta vida empezarán a sentir las consecuencias.

¿Y con qué se pretende sustituir el sitio que sólo Dios debe ocupar en el corazón del hombre? Con placeres y goces terrenales, con pecados, con riquezas, honor y tantas otras cosas que agobian y oscurecen el alma, dejando en ella un vacío interior que constantemente se intentará evadir. Así, el alma de esta persona vive ya en el exilio, porque se separa cada vez más de su amado Creador y se contamina con todo tipo de ídolos. En lugar de que la salmodia de las arpas resuene para la gloria de Dios, deleitando y elevando el alma, “canturrean al son del arpa”. La vida del hombre se convierte en una gran desarmonía. ¿Cómo podrá aún salvarse?

¡Sólo el amor y la misericordia de Dios pueden todavía llevarlo a la conversión! El Señor nos llama a orar por estas personas, a interceder por ellas ante Él, precisamente por aquellas que, en su ignorancia y ceguera, en su soberbia y vanidad, están en peligro de condenarse para siempre.

Aunque su comportamiento sea repugnante y carguen graves culpas, siguen siendo llamadas por Dios a una vida de gracia. Dios las creó por amor. Aferrémonos a esta certeza y oremos por ellas para que se conviertan, para que, al menos en su último suspiro, invoquen una vez con arrepentimiento y confianza el nombre del Señor. Ninguna persona –ni siquiera nuestro peor enemigo– debería estar separada de Dios por toda la eternidad y ser atormentada por los demonios. ¡Quizá aún despierte de su ilusión y se convierta! Al menos debemos intentarlo y ofrecerle a Dios lo que está en nuestras manos hacer.

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