La grandeza del Señor

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Hb 1,1-6

Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo, a quien instituyó heredero de todo y por quien también hizo el universo. Él es resplandor de la gloria de Dios e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa. Él, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuando más sublime es el nombre que ha heredado. En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy”, o también “Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo”? En otro lugar, al presentar a su Primogénito al mundo, dice: “Y adórenle todos los ángeles de Dios”.

 

Con toda razón, el texto de hoy nos muestra impresionantemente la majestuosidad, grandeza y sublimidad de Nuestro Señor, quien merece toda adoración.

¡Cuán importante es que no tengamos una imagen parcial de Dios, que se quede solamente con una dimensión! Dios, nuestro Padre, es digno de adoración en su inefable gloria celestial, así como lo es también en el abajarse del Hijo, hasta la muerte en Cruz, allí donde sólo la fe permite descubrir la Luz de la gloria. A la persona que cree se le presentan ambas dimensiones, y es esencial que las comprenda cada vez mejor… Aquel ante quien los ángeles se postran en adoración, es el mismo que, con la cruz a cuestas, es burlado y humillado al extremo.

La relación tierna, cercana y confiada con Dios, implica los actos de adoración de su gloria. El arrodillarse en reverencia durante la Santa Misa, va de la mano con la amorosa delicadeza de un alma sumida en contemplación después de haber recibido la santa comunión.

El sitio donde ha de resplandecer de forma especial la imponderable gloria de Dios es la celebración de la Santa Misa. De hecho, la Eucaristía es un acontecimiento trascendente, imponente, digno de reverencia, que invita a la persona a adentrarse en la presencia de Dios, misteriosa pero, a la vez, tan cercana. Al participar de una celebración digna, podemos echar una mirada a la eternidad de Dios, podemos tener parte en la santa liturgia del cielo; razón por la cual nuestros hermanos ortodoxos llaman a la Misa “Divina Liturgia”. ¡Es Dios mismo quien actúa, y tanto los ministros como los fieles están involucrados en este acontecimiento, cada cual según le corresponda!

Al hablar sobre esto, quizá muchos de los que me escuchan podrían sentir una cierta tristeza, al ver cómo a menudo se celebra hoy en día la Santa Misa. Se está echando a perder más y más aquella sublimidad que permite que la persona se abra a Dios. ¡Cuántas veces la liturgia se ve afectada por la banalidad, se reduce a una mera celebración religiosa, se pone en el centro de atención al sacerdote o a la creatividad de la comunidad, la cual es presentada como participación activa de los fieles, en vez de hacerles traslucir la belleza y la sublimidad de Dios..!

Los templos católicos, que anteriormente solían ser sitios en los que se encontraba un santo silencio y reverencia, tienden a convertirse en lugares donde las personas se encuentran entre sí, mientras que disminuye la receptividad ante lo que Dios quiere conceder…

El Papa Benedicto decía frecuentemente que la crisis actual de la Iglesia es una crisis de la liturgia. ¡Y es que realmente es así! Si en la liturgia, en vez de encontrarnos con el Dios santo y excelso, nos topamos cada vez más con creatividades religiosas humanas, entonces nos marchitamos espiritualmente.

Para el hombre sigue siendo importante el poder adorar, el tener la dicha de echar una mirada a la gloria del Señor, el ser tocado por la santidad de Dios… Si perdemos esta dimensión, o va pasando a segundo plano, entonces nuestra imagen de Dios se hace parcial.

Al Señor no sólo lo encontramos en la necesidad del pobre, en el hermano o en la hermana… Si se pone todo el enfoque en este aspecto y se lo coloca en el primer plano, se corre el riesgo de que se vaya haciendo de la fe una ideología, de que se pierda la trascendencia y de que la fe se vuelva meramente horizontal.

La lectura que hoy hemos escuchado, nos recuerda la gloria de Cristo, digna de toda adoración. No nos olvidemos de buscarla en el silencio, de permanecer ante el Sagrario y, de ser posible, participar de aquellas celebraciones eucarísticas que aún eleven nuestra alma a Dios.